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De vuelta y media

El balcón de la Alameda

Una escalinata con dos columnas coronadas por leones, un surtidor con bancos de cerámica y una secuencia de mosaicos entrepañados, caracterizaron el conjunto artístico

A mediados de los años 20, la Alameda ofrecía un aspecto bastante deficiente, a juzgar por las críticas de los periódicos y las protestas de los ciudadanos. Un día sí y otro también, surgían airados lamentos que situaban a la corporación municipal en el ojo del huracán por aquella desidia.

Particularmente, la nube de polvo del suelo que generaban los concurridos paseos suscitaba una queja unánime. Cómo sería el problema que la Inspección de Sanidad se sintió en la obligación de remitir un oficio a la alcaldía. La autoridad médica advirtió al respecto que la tuberculosis, una enfermedad muy temida en aquel tiempo por su alta mortalidad y fácil contagio, se adquiría "por el polvillo generado en lugares públicos". No hizo falta decir nada más para multiplicar el malestar ciudadano.

La Permanente Municipal no tuvo otro remedio que tomar cartas en el asunto y cuando 1926 llegaba a su fin, aprobó la renovación del pavimento por una tierra más adecuada, y el proyecto incluyó también la reparación de las cunetas entre los paseos. Tras la subasta correspondiente, la obra se adjudicó por un importe de 18.900 pesetas al contratista Dositeo Gándara.

Solo un mes más tarde, el Pleno de la Corporación dio luz verde a otra actuación de mayor envergadura para reformar el final de la Alameda, que hasta entonces terminaba en un feo muro de contención ante la vía férrea.

El arquitecto municipal, Emilio Salgado Urtiaga, realizó un proyecto a conciencia, cuya documentación y planimetría todavía custodia en perfecto estado el Archivo Municipal.

A grandes rasgos, la obra consistió en un vaciado general del final del paseo para construir una gran escalinata en el eje de la rotonda del cierre, que partía de una anchura de diez metros y se replegaba en forma de abanico hasta una meseta central. Y desde este descansillo intermedio, la escalera monumental se bifurcaba en dos laterales de notable amplitud, que subían por ambos lados hasta su rasante de tierra.

La parte ornamental, sin duda, aportaba un plus de vistosidad al proyecto en su conjunto. A ambos lados de la escalinata en su parte inferior se situaron dos grandes pies, de seis metros de altura, en cuya parte final se encaramaban dos leones pétreos que sujetaban el escudo de Pontevedra. La zona intermedia acogía un pequeño surtidor, con un banco a cada lado en cerámica artística; sobre ella se proyectaba un balcón circular volado a modo de pequeño mirador hacía la Ría. El conjunto incluía una balaustrada de piedra a lo largo de toda la rotonda, con una parte inferior de sillería labrada y cerámica artística entrepañada.

Una buena parte de estos elementos decorativos, que dieron al conjunto en su origen una gracia especial, desaparecieron en reformas posteriores; sobre todo, las piezas singulares de cerámica artística. Solamente se salvaron los mosaicos de Carlos Sobrino, aunque actualmente están de nuevo amenazados tras dos delicadas restauraciones en las últimas décadas.

El pliego de condiciones que rigió para la subasta de la obra a principios de 1927 no dejó ningún cabo suelto, y llama la atención hoy por su extrema meticulosidad y máxima exigencia. Por ejemplo, requirió para la mampostería "piedras calizas, duras, no heladizas y compactas", con presentación de una muestra previa al arquitecto municipal para su visto bueno, con derecho de veto. Y en cuanto a la piedra de sillería, fijó dos clases de cantera de extracción: "una de color azulado, basáltica, de canteras de Lobeira o similares, y otra de color granítico de las canteras ubicadas en la inmediaciones de Pontevedra." Además, requería una máxima calidad, sin "coqueras, vetas, palos, huecos, gabarros, ni manchas".

Salgado Urtiaga valoró el metro lineal de balaustrada de sillería granítica entre 170 y 210 pesetas, y el metro cuadrado de mosaico artístico en 115 pesetas (que multiplicado por 23,82 metros que ocuparon los paisajes de Carlos Sobrino, su presupuesto total ascendió a 2.7739,30 pesetas). Para el surtidor de cerámica apuntó un precio estimativo de 365 pesetas y 320 pesetas para cada banco de cerámica.

La realización de la obra se otorgó a Benigno Fraga Couto, único contratista presentado a la subasta pública, por un total de 46.133,40 pesetas y un plazo de ejecución de cinco meses. Sin embargo, antes de la adjudicación definitiva, Fraga cedió el trabajo a José Vieitez Arca, otro contratista local bien conocido. Ese cambio se realizó con arreglo a la normativa, pero sin alegarse ninguna motivación.

El proyecto comenzó a realizarse a finales de marzo de 1927 y coincidió en el tiempo con la última fase de la pavimentación de la Alameda, que estuvo lista en mayo. A partir de entonces, la tierra se regó de forma periódica con la autobomba del servicio de bomberos para asegurar su perfecto estado.

Volcada como estaba la corporación municipal en aquella mejora de todo el recinto, el alcalde Mariano Hinojal encargó el ajardinamiento de la pendiente entre la Alameda y Montero Ríos, así como la plantación de rosales trepadores al pie de los árboles, para su embellecimiento general.

Durante la realización de la rotonda de la Alameda no hubo ningún desencuentro entre el contratista y el arquitecto; al menos no constó incidente alguno de manera oficial puesto que las certificaciones se pagaron con total normalidad. Pero antes de su finalización y entrega al Ayuntamiento, Salgado Urtiaga formuló un requerimiento a la corporación municipal para redondear aquella obra, que no figuraba en el proyecto inicial: "la necesidad imperiosa de completar la reforma de la rotonda de la Alameda con una acera en debidas condiciones".

El arquitecto municipal presentó un proyecto adicional por importe de 9.677,94 pesetas. La Permanente Municipal aceptó la petición a finales de 1927 y su ejecución se prolongó hasta la primavera de 1928.

El balcón de la Alameda quedó así terminado y supuso el broche final de aquella reforma tan necesaria en un lugar muy frecuentado, especialmente en verano. Esas obras eliminaron el efecto antiestético del anterior muro de contención, muy visible para los viajeros de los trenes de llegada y salida de esta ciudad hacia Santiago y A Coruña.

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