Cuando un suceso trágico sacude nuestra vida diaria, como ha ocurrido recientemente con el asesinato de la joven Laura Luelmo, se produce una conmoción social de tal envergadura que genera intensos debates desde muy distintos ángulos. Uno de ellos ha sido -y es el que ahora me interesa- que se ha vuelto a reabrir la polémica sobre la pena de la "prisión permanente revisable". En efecto, ya en marzo de 2015, cuando se introdujo esta pena en nuestro sistema como consecuencia de la reforma del Código Penal, hubo un viva discusión jurídica sobre su constitucionalidad que llevó al PSOE a recurrirla ante el Tribunal Constitucional.

No serán pocos los lectores que se preguntarán por qué cuando se abre el debate sobre el endurecimiento de las penas surge de inmediato una disputa entre dos posiciones que parecen irreductibles: la de los que están a favor de su agravamiento y la de los que se oponen al mismo. Y es que, aunque a primera vista pudiera no parecerlo, existe una estrecha relación entre lo penal y lo político o, dicho de otro modo, entre las leyes penales y la libertad de los individuos.

En efecto, como ya expuso en su día Montesquieu, la precisa tipificación de los delitos, la adecuación de las penas, y la correcta regulación del proceso penal actúan como límites frente al poder y, en consecuencia, como auténticas garantías de la libertad del individuo. Pero si todo esto es cierto también lo es que el Estado, a través de los Tribunales, tiene la misión de administrar justicia condenando con las penas previstas al efecto a todos aquellos que hayan llevado a cabo acciones tipificadas como delitos. Hay, pues, una impregnación política del Derecho Penal de tal naturaleza que el espacio de libertad de un pueblo resulta inmediatamente mensurable en la red de sus normas punitivas. Como dijo el autor del Espíritu de las leyes, "la libertad del ciudadano depende principalmente de que las leyes criminales sean buenas".

El repugnante y execrable crimen de Laura Luelmo ha vuelto a mostrarnos esas dos posturas, pero teñidas ahora por ciertos tintes electoralistas dado el momento en el que estamos. Así, en la última sesión de control al Gobierno, Pablo Casado reprochó a Pedro Sánchez que su partido esté en contra de esta pena, así como que hubiese recurrido ante el Tribunal Constitucional la modificación del Código Penal que la introdujo. Y en el bando contrario, la diputada de Podemos Ione Belarra, con el apoyo y hasta el aplauso de la vicepresidente Carmen Calvo, tildó de infame esta actuación política del PP. Postura ésta que también mantuvo el diario El País que en un editorial afirmó que "Utilizar un horrible crimen como munición política para atacar al adversario o para cosechar apoyos electorales es una conducta infame que debería estar desterrada de la práctica política". Dicho diario tachó además al líder del PP de oportunista y lo acusó de caer en el "populismo penal".

Creo que en este debate, como en otros esencialmente ideológicos, es hora de abandonar las emociones ancladas en el pasado y dejar paso a la razón que rige los tiempos que vivimos. Es verdad, como escribió Montesquieu en "El Espíritu de la Leyes", que la adecuación de las penas es un límite frente al poder y una auténtica garantía de la libertad del individuo. Pero da la impresión que eso era una tarea irrenunciable e imprescindible en 1748 cuando se escribió esa obra. Me parece que hoy, en pleno siglo XXI, y con cuarenta años de vigencia de una Constitución plenamente democrática, sostener que nuestro ordenamiento jurídico no ofrece por sí solo y con el contrapeso que supone el Tribunal Constitucional garantías suficientes para asegurar la libertad del individuo, es una visión rancia, trasnochada y más sentimental que racional. En mi opinión, no hay que mirar el elenco de penas que recoge nuestro Código Penal vigente con ojos de sospecha, sino confiar en que la Constitución y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional velan con todas las garantías por nuestros derechos y libertades.

Preguntarse si en los tiempos actuales la previsión de la pena de la prisión permanente revisable en nuestro ordenamiento penal y la extensión que se pretende de la misma a nuevos delitos, afecta gravemente a la libertad del individuo es algo perfectamente razonable. La respuesta, sin embargo, no es fácil. La única pena que prohíbe taxativamente nuestra Constitución con carácter general es la pena de muerte (art. 15 CE). Sobre las penas privativas de libertad, el artículo 25.2 de la CE establece, en lo que ahora interesa, que "estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social". Aunque esta norma de la Constitución no es todo lo precisa que sería deseable, ha sido interpretada en el sentido de que nuestra Carta Magna se aparta de las penas de privación de libertad que tengan carácter perpetuo; esto es, la que dura y permanece para siempre. Razón por la cual, en el Código Penal de nuestra democracia se ha prescindido de la cadena perpetua y se ha optado por penas privativas de libertad temporalmente limitadas.

Ahora bien, el Tribunal Constitucional ha sentenciado que la reeducación y reinserción social del reo son objetivos, metas a alcanzar con la ejecución de la pena, sin que se derive de nuestro ordenamiento a favor del reo derecho alguno a la proporcionalidad de las penas, cuestión ésta que corresponde valorar al legislador. La realidad demuestra que el solo transcurso del tiempo de privación de libertad no es apto por sí solo para reeducar ni para reinsertar a los reos. ¿Lo lograría una prolongación de la duración de las penas? Sería contradictorio si yo afirmase ahora que más tiempo en prisión reeduca y reinserta al condenado.

¿De qué se trata entonces? Pues nada más y nada menos de prever en la ley, junto con la duración temporal, la medida de la "revisión" cada cierto tiempo de la condena. Una condena de prisión que fije como duración que no tiene límite de tiempo, pero que someta cada cierto tiempo a nuevo examen si el reo se ha reeducado o reinsertado como presupuestos para su puesta en libertad, no solo no supone, por sí misma, un abuso del Estado que limite la libertad del individuo, sino que es lo que permitirá comprobar si hay reeducación y reinserción social del reo.

En cualquier caso, con todos mis respetos para los que piensen lo contrario, que, ante casos como el de Laura Luelmo, se propugne que el Estado tiene que reorientar su política de penas para defenderse de los individuos socialmente peligrosos que han demostrado -como es el caso- que no son ni "reeducables", ni "reinsertables" es una opción política perfectamente democrática y que puede ser defendida parlamentariamente, sin que uno merezca que lo llamen "infame" (según la RAE "que carece de honra, crédito y estimación", o que es "muy malo y vil en su especie") o lo acusen de hacer "populismo penal".