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Cuanto peor, mejor

El verdadero objetivo de los independentistas

Existen cronistas parlamentarios, incluso seres humanos normalmente constituidos, que defienden que Gabriel Rufián es el malote -un joven adepto al insulto como ética del resentimiento y estética de laja aburguesado- y Joan Tardá, en cambio, un señor ecuánime, razonable, digno del diálogo y tal vez del acuerdo. Me gustaría saber de dónde han sacado semejante ocurrencia. Tardá es una versión analógica de su señoría Rufián. Alguna vez escuché a alguien valorar especialmente que el señor Tardá no nació políticamente en ERC, sino en el PSUC, como si en las verdes praderas del PSUC no hubieran crecido robustos alcornoques. Tardá es uno de esos políticos enteramente literarios, cuyo fondo es su forma, cuya retórica agota todo su análisis de la realidad y, aún más, toda su capacidad para transformarla. También existen entidades similares entre los periodistas: en España circula todavía bastante el cagatinta que, en efecto, cree que el periodismo es un género literario. Tardá es un nacionalista romántico en perpetua taquicardia patriótica, y el romanticismo político siempre oscila entre la oligofrenia y el peligro. En septiembre del pasado año les dijo a un amplio grupo de estudiantes de la Universidad Autónoma de Barcelona que estaban obligados a capitanear la conquista de la República Catalana, "y si no lo hacéis habréis cometido un delito contra los catalanes y una traición a la tierra". Eso es Tardá: vivas y mueras, traiciones y heroísmos, opresiones y liberaciones, la Historia siempre chisporroteante, palpitante, en carne viva. Un señor agotador.

El martes estuvo sembrado en el Congreso de los Diputados. No solo por eso de transmitirle a Pedro Sánchez que si no negociaba con los independentistas catalanes la convocatoria de un referéndum esta negativa sería su tumba política. No, es que además rememoró el desastre de Annual, aunque nadie entendió demasiado bien las desastrosas razones para recordarlo. Los exconvergentes y la ERC le afearon dramáticamente a Sánchez que no se aviniera a esforzarse por un acuerdo. "Nos están abocando de nuevo a la desobediencia", gimoteó como macho sensible Tardá. Por supuesto, los independentistas no quieren negociar absolutamente nada. Quieren fijar la fecha del referéndum sobre la separación del Estado español y punto y final. Las numerosas reuniones entre ministros y consejeros, la retirada de recursos judiciales contra la Generalitat, las perras, todo eso que se llamó, a falta de denominación más estúpida, estrategia de desinflamación, no cuenta absolutamente para nada. Quieren que se libere a sus dirigentes actualmente en prisión preventiva. Que se retiren los cargos contra los mártires de la cárcel y el exilio. Que se celebre el referéndum y si el 50,01% de los votantes opta por la independencia, el Gobierno español respete la voluntad soberana de construir una República. Para los independentistas negociar consiste, ni más ni menos, en aceptar y materializar sus exigencias con, en todo caso, cierta flexibilidad en las secuencias temporales. Más que desplazar un gobierno conservador resistente anhelaban disponer de un gobierno socialista débil y por eso apoyaron la moción de censura contra Mariano Rajoy sin mayores tiquismiquis programáticos.

No van a parir una república, sino un Gobierno muy español y derechista de jabalíes echados al monte, con el acompañamiento de posfranquistas bordando una veintena de escaños en rojo ayer. Sonreirán porque están convencidos de que, cuanto peor, mejor: el apotegma que siempre se ha tragado ansiosamente las izquierdas antes de zambullirse en la catástrofe.

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