Los días libres son demasiado exigentes, ¡vaya estrés! Qué difícil es cumplir con la altísima responsabilidad de las jornadas sin trabajo. Como por ejemplo madrugar un lunes a las once de la mañana, ¡uf! En algunas ocasiones, las horas, cuando no hay obligaciones, se consumen con un mohín de aburrimiento y bastante hartazgo: un vermú en una bonita terraza porque sí, un paseo en bicicleta para sudar un poco sin quedar exhausto, una siesta mientras el canal Odisea emite un documental, porque apetece. Son cosas que tal vez se disfrutan pero que vienen impuestas.

La obligación nos absorbe y pretendemos compensar el desequilibrio en uno o dos días por semana. Creemos que es posible vivir intensamente en un maratón de sábado a domingo. La meta es siempre superar el viernes para ser de otra manera, para empezar a sentirnos realizados. Termina el finde y la mayoría de las tareas de la lista ha quedado sin hacer. Nada más termina el tiempo libre anhelamos que vuelva. En la oficina marcamos con inflexibilidad la agenda de las jornadas de descanso. Está repleta de quehaceres y saltarse alguna actividad de disfrute, de culturización o de vicio, dispara la frustración y la culpa. A veces somos tan idiotas que incluso el placer nos reconcome.

No hemos entendido, parece ser, cómo funciona esto. Karmelo C. Iribarren lo describe en un poema que cae como una ducha de agua fría: "Verás, / es muy sencillo: / los lunes / martes / miércoles / jueves / viernes, / son la vida. / Los sábados / no son más / que una efímera / ilusión. / Y los domingos / nos sirven / para encajar / bien / todo esto".

El tiempo tiene un comportamiento licencioso y, por una especie de poder mágico, la capacidad de expandir o constreñir la duración de las cosas a su antojo. Algunos instantes son eternos e infligen un castigo como el de una gota malaya. Mientras que otros ratos, presumiblemente largos, se volatilizan nada más empezar. La perspectiva, por supuesto, es muy personal.

Por vergüenza ajena y otros muchos sentimientos viscerales se hace interminable el pasaje de 37 segundos en el que Pablo Casado, en un mitin en Granada este pasado sábado, muestra lo más florido de su ideario xenófobo, alentando un populismo peligroso. "No hay sitio para todos los que quieran venir a España para disfrutar del Estado del Bienestar, que no es ilimitado", dice el nuevo líder del PP, con esa capacidad tan suya de revestir la actualidad de una pátina reaccionaria. "Eso es verdad", comparte un hombre a gritos entre el público. "Si a España vienen inmigrantes sin respetar nuestras costumbres se han equivocado de país. Aquí no hay ni ablación de clítoris ni se matan los carneros en casa", añadió el diputado con su altura intelectual habitual. "¡Bieeeeen!", celebraba un coro con voz de mujer. Es medio minuto que dura un invierno.

Las 448 páginas de Expiación, de Ian McEwan, o la suite de setenta minutos sin interrupción de Wayne Shorter en su concierto en A Coruña en 2012, o la hora y media del Depor 4 - Milan 0 en los cuartos de la Champions League de 2004, son placeres inolvidables que sucedieron a toda velocidad, en un guiño. La hora de examinarse ante el resto de la clase en una prueba individual de gimnasia duraba, y aún dura, eternamente. El odontólogo que pule la dentina unos segundos y nunca acaba. Los últimos 50 kilómetros de un viaje en coche de 500 que se prolongan bastante más.

El tiempo, que como se ve es muy subjetivo, se utiliza como magnitud principal para medirlo todo. Luis III de Portugal fue rey durante 20 minutos. Fue el líder más efímero de la historia. Resultó herido cuando asesinaron a su padre, Carlos I, y resistió solo un ratito como regente heredero antes de seguir los pasos de su antecesor, y morir.

Laura Ferrero escribió en El País Semanal, en diciembre de 2017, sobre una revancha que se fraguó en un breve instante pero que ha dejado un poso inmemorial: el 19 de junio de 1936, el boxeador alemán Max Schmeling se enfrentó a Joe Louis, apodado El bombardero de Detroit, un musculoso hombre afroamericano considerado el rey de los pesos pesados. Ese día, El Perro Nazi, el apelativo del púgil teutón, derribó al americano. Al parecer, tras el triunfo se declaró orgulloso "de mi raza, la aria". La historia brinda en ocasiones la oportunidad de que los indignos prueben la derrota y las humillaciones. Hubo revancha en Estados Unidos. Esa vez, Louis solo necesitó seis minutos para noquear al alemán. También a él le preguntaron si se sentía orgulloso por representar en el triunfo a los negros. "Sí, muy orgulloso de mi raza. La raza humana".

Hasta el amor, irracional e inexacto, puede contarse al segundo. En El corredor de la muerte (Espasa), el libro de periodismo en el que Nacho Carretero narra con el ritmo de una gran novela negra la historia del español Pablo Ibar, cuyo nuevo juicio comenzó ayer, la coprotagonista es Tanya, la esposa del reo. "Desde junio de 2010 en el que Pablo fue condenado, hasta febrero de 2016 cuando fue trasladado, Tanya visitó el corredor de la muerte unos 818 sábados. En cada uno de ellos condujo unas cinco horas de ida desde su casa y otras cinco de vuelta. En total, Tanya pasó unas 8.018 horas al volante. Es decir, 334 días. Casi un año conduciendo para ver a Pablo. Del tiempo al espacio: Tanya completaba cada sábado unos 870 kilómetros. La suma de lo que recorrió durante esos 16 años es de 700.000 kilómetros. Tanya dio 18 vueltas al mundo por Pablo".