Será una casualidad, pero llega revestida de signo de los tiempos. Pocas horas después de que se difundiese que más del 46% de los brasileños habían optado por el "führer" Bolsonaro, desde Roma el italiano Salvini y la francesa Le Pen anunciaban un "frente de la libertad" para las elecciones europeas de mayo. Y lo hacían al grito de "¡los salvadores de Europa están aquí!".
Bolsonaro tendrá que esperar hasta el 28 de mayo para comprobar que su arrasadora victoria de anteayer no es un espejismo. Sin embargo, hay un detalle en las hojas menos consultadas de las encuestas que sin duda le animará a verse ya ciñendo la banda presidencial. En promedio, solo le rechaza el 44% de los consultados. De modo que aún le queda un amplio trecho de orilla en el que echar la caña para pescar los votos que le faltan.
Los brasileños solo han necesitado un mes y la orientación de los pastores evangélicos para cambiar de salvador. Hasta su exclusión del juego electoral, el encarcelado Lula reinaba en las encuestas con un 40% de apoyos. Cuatro semanas después, su heredero Haddad se dio de bruces con una realidad muy dura: era Lula quien tenía tantos millones de seguidores, no el PT. Al PT se le agradece la transformación social, de ahí el 29% largo de votos, pero no se le perdona, por un lado, haber gobernado 14 años y, por otro y quizá más importante, ser tan sensible a la corrupción como cualquier otro partido brasileño.
Los votantes del domingo no solo han sido coherentes con su ansia de redención sino con la que recorre todo el planeta. Se puede llamar hijos de puta a Bolsonaro, a Trump, a Salvini, a Le Pen y sentirse reconfortado. Pero el insulto es un pobre instrumento de análisis y no ayuda a entender que los valores democráticos están de rebajas porque los encargados de defenderlos llevan mucho tiempo comportándose como si tampoco ellos los tuviesen en mucha estima.
