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De vuelta y media

Carlos Caba, policía y escritor

Pontevedra se rindió a su talento literario y bonhomía personal, aquí pasó sus mejores años e hizo grandes amigos

Un buen policía y un magnífico escritor, dos perfiles tan diferentes y sin embargo coincidentes en una misma persona poco común hoy como ayer. Pontevedra conoció bien y hasta consideró como propia aquella rara avis, que no fue otro que Carlos Caba Landa.

Nacido por casualidad en Zaragoza, pero criado en el pueblecito cacereño de Arroyo de la Luz y luego forjado en Madrid durante su adolescencia. El destino caprichoso trajo a Caba hasta esta ciudad a mediados de los años 40 para ejercer como inspector de policía.

Entonces contaba en su alforja literaria con dos obras escritas en colaboración con su hermano menor Pedro: "Las ideologías del siglo" (1920) y "Andalucía, su comunismo y su cante jondo" (1933), ésta última de título un tanto sorprendente y muy bien valorada por su profundización en el alma de aquella tierra.

Cuando Caba puso un pie en Pontevedra había recorrido media Europa formando parte del servicio de seguridad en las embajadas españolas de Francia, Suiza, Italia e incluso algunos países balcánicos. Durante una charla impartida en el Instituto a invitación de Filgueira, contó algunas de sus experiencias más interesantes ante unos alumnos encandilados. Por ejemplo, aquella estancia en París donde tuvo a su cargo la protección de los monarcas exiliados Alfonso XIII y Victoria Eugenia, por encargo del renombrado embajador José Mª Quiñones de León.

Su larga estancia en la ciudad del Lérez -río comparable al propio Sena, como resulta bien sabido- estuvo enmarcada por sendos homenajes en 1949 y 1957. El primero significó su entrada por la puerta grande en los estamentos más importantes. Y el segundo supuso su triste adiós, pero ya bautizado para siempre como pontevedrés de adopción.

Un variopinto grupo de intelectuales y personalidades ofrecieron el 6 de enero de 1949 en el Hotel Progreso un almuerzo a Caba por sus éxitos literarios: su biografía del templario Roger de Flor, "adalid de almogávares", había obtenido una magnífica acogida; también se esperaba con impaciencia en España la edición de "¡Wólfram, wólfram!", novela editada en Buenos Aires y estaba en marcha el rodaje de una película basada en su trepidante trama sobre la pugna de Alemania e Inglaterra por el preciado mineral extraído en Silleda durante la II Guerra Mundial, con el contrabando al fondo

Por si todo eso fuera poco, también había logrado unos meses antes su ascenso a comisario de tercera tras realizar los cursillos reglamentarios.

Alrededor del homenajeado compartió mesa y mantel gente tan dispar como Filgueira (director del Instituto), Jorge Vázquez (sacerdote e inspector de Enseñanza); Ramón Peña (pintor), Viñas Calvo (poeta), Ferreiro (escritor), Portela (aparejador y dibujante), Cabanillas (abogado y periodista), La Hoz (capitán de la Policía Armada), Pérez (secretario del Gobierno Civil) o José Ruíz (comisario de Policía)?.Una amalgama de personalidades muy pocas veces reunida, que hablaba a las claras sobre su capacidad de convocatoria.

Entre las intervenciones laudatorias causó general satisfacción otro hecho insólito en aquel tiempo gris: la adhesión al homenaje del director general de Seguridad, Francisco Rodríguez, que leyó el comisario jefe Ildefonso Barrallo Benavides durante aquel banquete.

A partir de entonces, Caba se convirtió en un personaje habitual de la vida pontevedresa, sobre todo entre su mundillo literario y artístico. Él fue asistente habitual en la reputada tertulia de La Niña Bonita, célebre tasca escondida junto a la capilla del Nazareno, detrás del Liceo Casino. Allí eran fijos Agustín Portela, Celso E. Ferreiro, Iglesias Alvariño, Pesqueira Salgado y Luís Pérez Pontón, y se dejaban caer de cuando en cuando los jóvenes poetas Cuña Novás, Sabino Torres, Álvarez Negreira y compañía.

Precisamente Caba fue sin pretenderlo quien desencadenó la desaparición de la colección Benito Soto, después de advertir a Sabino Torres sobre el riesgo que corría por no solicitar su visado por la censura. Cuando lo hizo para "Musa alemá", recibió una negativa por respuesta, y así empezó el principio del fin de aquellos libritos de poesía tan celebrados.

El respeto personal por Caba fue tan generalizado, que hasta para el hampa local siempre fue "don Carlos", especialmente para la escuela de carteristas de Lérez, que hacía su agosto en ferias y romerías. Él nunca ocultó la admiración que sentía por el arte de aquellos "manitas", a quienes trató con mucha corrección. En señal de gratitud, un integrante del gremio le reveló un buen día el secreto mejor guardado: su duro entrenamiento con un maniquí vestido de calle y repleto de pequeñas campanillas, a quien el aprendiz de carterista tenía que despojar de billetera, pluma, reloj, anillo y cualquier otro objeto valioso, sin oírse el menor tintineo?.

De colaborador ocasional en periódicos y revistas, Caba pasó a firmar un comentario diario en El Pueblo Gallego dentro de una sección bautizada como "Ángulo de la Peregrina", que inauguró el 2 de julio de 1955 y que mantuvo con éxito hasta su marcha dos años después.

La difícil compatibilidad entre sus dos actividades, policía y escritor, supo llevarla con exquisita finura, y nunca dejó que una interfiriera sobre la otra. Tampoco su condición de hombre de orden y segundo de abordo en la Comisaría de Pontevedra jamás causó el menor recelo entre sus amigos escritores, poetas y demás gentes de mal vivir. Carlos Caba fue un hombre de fiar, cuyas simpatías estuvieron cerca de todos ellos.

Esa proximidad al mundillo literario pontevedrés, lleno de personas no adeptas al franquismo, terminó por pasarle factura y convertirlo en sospechoso de algo intangible. Cuando estaba destinado en San Sebastián tras ascender a comisario principal en 1960, una escapada a Biarritz para realizar unas compras, se consideró una falta grave por "viajar al extranjero" sin autorización y le supuso una dura sanción.

Los amigos pontevedreses acogieron con pesar tal desatino y consolaron como pudieron a Caba, que no merecía aquel borrón profesional cuando su carrera policial llegaba a su fin.

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