Galicia ha vuelto por desgracia a convertirse en una infernal pira que devasta nuestros montes. Muy pocos se han librado del tornado de fuego desatado el fin de semana, avivado por los fuertes vientos tropicales del huracán Ofelia que sacudió la comunidad. Sin distinción. Han sucumbido parajes únicos desde las Rías Baixas hasta Os Ancares, espacios naturales singulares de toda Galicia, míticos y emblemáticos. Casas y fincas, naves y empresas. Con Vigo y su área cercadas literalmente por las llamas en una situación de emergencia jamás vista. Y con una población ejemplar, como siempre, volcada con cubos, ramas y mangueras en auxilio de vecinos y de sus propiedades.

La desgracia se hace insoportable cuando, además, lo que se lleva por delante son vidas humanas, en esta ocasión cuatro vecinos que trataban de huir, ayudar a otros o salvar a sus animales. Y la tragedia humana pudo ser aún mucho peor pues centenares de personas en pueblos y aldeas estuvieron en muy serio peligro de perder la suya. Los verdaderos culpables, los que prenden la mecha, no pueden quedar impunes.

Si el problema es, como dicen las autoridades, de terrorismo incendiario, a qué se espera para de una vez por todas resolverlo, hasta cuándo vamos a seguir repitiendo el ritual, cuándo se va a poner fin a tanta pérdida y tanto dolor. Son preguntas que, desgraciadamente, siguen sin respuesta año tras año, incendio tras incendio, muerto tras muerto... Algo falla cuando ningún Gobierno, ni en Santiago ni en Madrid, independientemente de su color político, ha sabido hasta ahora plantar cara a tanta devastación.

Lo singular de la catástrofe que acaba de acontecer es que lejos de ocurrir en verano, como suele ser habitual, ha estallado en pleno octubre, en medio de una tormenta perfecta: con Galicia en alerta por sequía por vez primera en su historia y con la irrupción de un huracán tropical con temperaturas de más de 30 grados y rachas de fortísimo viento que propagaban la magnitud y profusión de fuegos. Si a ello se le suma la entrada del volcán de fuego de Portugal que cruzó el mismísimo Miño, la combinación no podía resultar más letal. Tanto es así que en solo cuatro días se devastaron 35.500 hectáreas, más que todo lo quemado en los últimos tres años.

Ha habido avances en la lucha contra el fuego, claro que sí, pero lo ocurrido este fin de semana demuestra que la batalla sigue muy lejos de ganarse. Y no se trata solo de fijar las responsabilidades que correspondan, que también, lógicamente, si las hubiera; ni de multiplicar el esfuerzo en las tareas de prevención, pues la altísima inversión en medios de extinción, muy loable, se ha demostrado insuficiente a la hora de proteger por completo los intereses forestales, privados y comunales.

Si estamos ante un problema de orden público, de terrorismo indiscriminado, como coinciden Rajoy y Feijóo, lo que procede entonces es actuar a fondo en esa dirección y hacer todo lo necesario para acabar con el factor humano de intencionalidad. Por eso causa mayor estupor si cabe escuchar a la mismísima ministra de Agricultura, Isabel García Tejerina, reconocer sin inmutarse lo más mínimo que estamos "preparados para los incendios, pero no para los incendiarios", como si la obligación de hacer frente a los malhechores no fuera responsabilidad de los poderes públicos. ¿A qué se está esperando entonces? ¿Cuántas más desgracias tienen que ocurrir para que los homicidas paguen por ello?

No basta con pedir la necesaria colaboración ciudadana para denunciar a cuanto sospechoso de quemar el monte haya. Por supuesto que la sociedad en su conjunto está obligada a delatarlos, con valentía, sin silencios cómplices, señalándolos, desenmascarándolos, porque de lo contrario quienes sabiéndolo los ocultan son igual de indeseables que ellos. Ni vale con cargar -como cíclicamente se viene haciendo- las culpas a supuestas tramas que serían las responsables de buena parte de los fuegos, pero que nunca hasta ahora ni la justicia ni las Fuerzas de Seguridad han demostrado que existan. Sigue faltando una prueba, una detención que demuestre su existencia y sus supuestos intereses económicos, corporativistas, electorales o cualesquiera otro.

Lo que sí no deja lugar a dudas es que detrás de tan desorbitado número de incendios -más de 300 en apenas 48 horas- está la acción criminal del hombre. Y de que en Galicia hay, desgraciadamente, muchos incendiarios. Es obvio que así es. Tanto, como que la inmensa mayoría de ellos se amparan en la nocturnidad para plantar fuego y que muchos buscan causar el mayor daño posible, acercándolo a casas y propiedades o, el efecto más propagandístico, aproximando la mecha a las zonas más densamente pobladas, como en este caso a la mayor urbe gallega, Vigo, y a toda su área.

Y ahí está claro, a tenor de los resultados, que no se ha hecho lo suficiente. Es evidente, como lo acaba de reconocer en Galicia el propio presidente del Gobierno al ordenar a las Fuerzas de Seguridad la persecución de los incendiarios como "uno de los grandes objetivos de las próximas fechas". Mientras no se actúe de lleno sobre las motivaciones y los intereses que están detrás de estos criminales incendios, no se podrá empezar a acabar con ellos.

Para abandonar de una vez tanta contradicción, lo fundamental es dejar atrás la demagogia política y la estrategia cortoplacista de unos y otros. Porque la terca realidad es que se sigue fallando al afrontar el problema. Lo mismo esta Xunta que las anteriores no consiguen resolverlo. Como siempre, quien está en la oposición critica y quien está en el gobierno defiende, pese a todo, su eficacia. Así hasta que cambian las tornas, momento en que cada uno dice lo que decía el otro, o sea, justo lo contrario de lo que sostenía entonces. Lo hemos visto estos días tras la tragedia con el fácil recurso de la demagogia, el populismo y el tú más de nuestros políticos.

Lo cierto es que el monte no arde de igual manera en todas las comunidades. En unas más que en otras. El País Vasco es, por ejemplo, un paradigma de las cosas bien hechas en este campo. Los montes exigen ayudas, medidas eficaces y reformas profundas que les den valor. La clave está en su provecho económico y eso requiere un papel de liderazgo de la Administración, una profunda reestructuración de la propiedad que impulse más las concentraciones y conciencie a los millones, en el sentido literal del término, de propietarios del monte de que este tiene valor. Es decir, que no se puede "dejar a monte".

Si a eso añadimos el envejecimiento demográfico, la despoblación del rural y el abandono de su explotación tradicional, el campo queda a su suerte, convertido en maleza y combustible en aumento. Ese es el gran problema diferencial de Galicia con respecto a otras comunidades con masa forestal. La inutilización de un recurso que bien explotado proporcionaría sin duda empleo y riqueza. Eso y que en Galicia seguimos además empleando el fuego como herramienta agroganadera y silvícola que en la mayor parte de Europa hace siglos que dejó de usarse. Por eso tenemos también el dudoso honor de ser una de las regiones europeas con mayor actividad incendiaria, como resaltan los expertos.

A estas alturas concluir que el monte gallego se quema de forma intencionada no es ningún descubrimiento. Lo que hay es que poner de una vez remedio a tanta barbarie. De poco vale toda la millonaria inversión en prevención y extinción mientras no se consiga "cazar" a los auténticos culpables y que paguen por sus fechorías. La terca y triste realidad es que los incendios no se acabarán ni con más vigilancia, ni con más medios para prevenirlos y extinguirlos, sino cuando se acierte en las medidas necesarias para terminar tanto con los criminales que los provocan como con las malas prácticas en los montes que los propician.