Hace unos días, sentado en tranquila oración, en un banco de la concatedral viguesa - ¡cofre y tabernáculo del Santísimo Cristo de tantas victorias!-, me imaginaba ya la riada de fieles que en los días de la novena, y sobre todo el primer domingo de agosto, pasarían a rezar o solo a hacer unas fotos o quizá incluso un selfie con el crucificado. Y pedí espontáneamente abundancia de éxitos para aquellos devotos más jóvenes, que tuvieran la desvergüenza de colocar su autofoto con el Cristo en el perfil de su móvil. También encomendé, emocionado y solidario, a cuantos, derrotados por los zarpazos de la vida, pasarían llorando junto al Cristo pidiendo una particular victoria en su salud, en la vida familiar, en lo profesional o en el inicio, si no remontada, de una nueva etapa en la vida espiritual.

No sé cómo, pero en aquella tranquila oración de la tarde, me vino a la memoria la vieja leyenda noruega que habla de un ermitaño, devoto cuidador de la muy venerada imagen de un crucificado de nombre tan significativo como el "Cristo de los Favores". Allí acudían todos en torrentera, como aquí acudimos al Cristo de Vigo, a pedir y luego a dar las gracias. Y la leyenda cuenta lo que un día se le ocurrió al ermitaño Haakon, inundada de pena el alma y de generosidad el corazón. Viendo la imagen sufriente del Cristo crucificado, se arrodilló ante él y oró de esta manera: "Señor, quiero padecer por ti; déjame ocupar tu puesto; quiero reemplazarte en la cruz". Ansioso, con la mirada puesta en la sagrada efigie, esperaba respuesta el ermitaño. El Crucificado abrió los labios y sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras: "Accedo a tu deseo, pero ha de ser con esta única condición: suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar silencio siempre". El ermitaño se comprometió a cumplir fielmente tal condición y sin más efectuaron el cambio, sin que nadie advirtiera el trueque. Ningún devoto reconoció al ermitaño colgado de cuatro clavos en la cruz, ni a Jesús, el Señor, ocupando ahora el servicial puesto del ermitaño.

Por largo tiempo, prosigue la leyenda, ambos cumplieron su compromiso, mientras los devotos seguían desfilando para pedir y obtener favores. Hasta que un día, un rico que llegó a orar dejó olvidada su cartera al pie del crucificado. Haakon desde la cruz lo vio y se calló. Tampoco dijo nada, un rato después, cuando un pobre se apropió de la cartera del rico. Ni más tarde cuando un muchacho se postró ante él para pedirle la gracia de realizar sin contratiempos un largo viaje. Pero todo cambió en el momento en que volvió a entrar el rico en la iglesia en busca de su cartera. Al no hallarla creyó que el muchacho que entonces rezaba se la había apropiado. Se volvió iracundo hacia él reclamándosela, y aunque él se lo negó, el rico arremetía furioso contra él con ánimo de pegarle. Desde arriba se oyó entonces una voz fuerte: "detente, ¡quieto!". El rico miró y descubrió que era la mismísima imagen quien le había hablado. Y es que al ermitaño Haakon se le conmovieron las entrañas al contemplar la injusticia y fue incapaz de permanecer en silencio, sin salir en defensa del joven falsamente acusado. Aquel hecho extraordinario dejó muy sorprendidos tanto al rico como al muchacho, que salieron despacio de la ermita, si bien el joven luego hubo de correr con prisa para emprender su viaje.

Y cuando la ermita quedó vacía, Jesús, el Cristo de verdad, se dirigió a su amigo el ermitaño para decirle: "baja de la cruz y cada uno a su puesto, pues no has sabido cumplir tu compromiso de guardar silencio; quiero además que constates que las soluciones que se dan desde la cruz no pueden ser fáciles y poco duraderas". Tras la reiterada queja del ermitaño, "pero cómo iba a permitir esa injusticia", la leyenda dice que "cambiados los oficios, Jesús ocupó la cruz de nuevo y el ermitaño se quedó en profundo silencio ante el crucifijo, desde el cual el Señor, ya clavado, le siguió hablando: "Tú no sabías que al rico le convenía perder la cartera, pues en ella llevaba el pago de la virginidad de una muchacha. El pobre, por el contrario, tenía necesidad de ese dinero y, ¡pobre!, lo vio y aunque se quedó mirándome, se le fue la mano? En cuanto al muchacho que iba a ser golpeado por el rico, si hubiera tenido que quedarse para curar las heridas, ello le habría impedido emprender el viaje; y mira hace unos minutos acaba de zozobrar el barco y él ya ha perdido la vida. Yo sé que tú no sabías nada. Pero yo sí sé, por eso callo siempre." Y la sagrada imagen de Cristo crucificado, el Señor de los favores, nuestro Cristo de la Victoria, volvió a guarda silencio.

Hasta aquí la leyenda noruega, tan significativa. Aunque Dios guarde silencio y parezca mudo y que no está, no quiere decir que no actúe. Cuántas veces pretendemos dirigir nuestro destino y pedimos a Dios lo que nos interesa para ello, que no siempre es lo que más nos conviene ni lo mejor para nosotros. Convéncete, amigo lector, solo Dios en su silencio sabe y hace lo que es mejor para nosotros. Por eso hemos de aprender a rezar añadiendo siempre al final de nuestras plegarias "pero hágase, Señor, tu voluntad". Y después aceptarla y seguir luchando, porque muchas veces la voluntad de Dios solo la comprendemos hacia el final, cuando la película de la vida nos fue descubriendo el argumento y su sentido.

*Sacerdote y periodista