Con el paso del tiempo he llegado a comprender por qué José Luis Alvite, uno de los mejores escritores de periódicos del pasado siglo, permaneció tanto tiempo encerrado en el Savoy, ese bar imaginario donde Ernie Loquasto y Chester Newman nos suministraban, a través de aforismos y metáforas, unas pequeñas dosis de sabiduría callejera.

Como el periodista se mantuvo al margen de la actualidad y pasó olímpicamente del circo mediático, el columnismo atemporal de Alvite se conserva hoy incólume, al igual que algunos clásicos de la literatura y la música, y uno acude a sus textos para refugiarse de la autoritaria cotidianidad. Los artículos, algunos publicados en este diario y recopilados felizmente en varios libros, como Áspero y sentimental, Humo en la recámara o Almas del nueve largo, poseen un ligero aroma noir. En ellos se destila un pesimismo vivificante, analgésico, iluminador, que hace que el lector, cansado de los repetitivos disparates de la política, se sienta menos solo y algo aliviado, porque todavía existe un local, aunque sea ficticio, al que puede ir a escuchar lo que tienen que decir aquellos que vivieron una vida agitada, en ocasiones violenta, sin lugar a dudas compleja, es decir, interesante.

Resulta que a Alvite no se le lee para tratar de hallar respuestas (de eso ya se encargan otros), ni siquiera para hacer las preguntas que podrían conducir a dichas respuestas, sino para saber cómo fueron, en realidad, los llamados viejos tiempos, esa edad de oro a la que recurrimos cuando nos sentimos desencantados en nuestro frívolo y apático presente. Fue un columnista ingenioso y perspicaz, trabajador y original, brillante y nostálgico, sarcástico y melancólico, que se vio obligado a combinar durante años la labor periodística con un empleo en una banca. Para los que pensamos que un periódico lo es todo y que sin su existencia nada tiene sentido, Alvite proporciona al oficio una cierta dignididad y un necesario grado de romanticismo. Y ahora, cuando la profesión está siendo cuestionada y los acontecimientos ocurren a una velocidad espantosa, mientras el mundo se transforma en un lugar inquietante y la amenaza totalitaria que representa la extrema derecha parece ser ya una realidad, las historias del Savoy puede que no presenten demasiadas soluciones, pero consuelan mucho, como consuela un disco de Leonard Cohen, una novela de Raymond Chandler o un Martini en ayunas.

Dave Grohl, de Foo Fighters, aparece en Lemmy, un documental sobre el fundador y vocalista de Motörhead, y arremete contra los rockeros que sobrevivieron a los años sesenta y ahora viajan en aviones privados y se acuestan con supermodelos en los hoteles más caros de París. "¿Sabes lo que está haciendo ahora Lemmy? Probablemente está bebiendo whisky con Jack Daniels y haciendo otro disco". José Luis Alvite, como Lemmy Kilmister, parecía un poco así, de la vieja escuela, signifique eso lo que signifique. De esos que prefieren escribir en vez de dedicarse a ser escritores. De esos que no sienten la necesidad de cambiar de estilo, ni de exhibir una vida literaria, ni de construirse un personaje, pues, haciendo honor a la máxima de Stanislavski, aman el arte que hay en ellos, no a ellos dentro del arte.