La década de los 40 y 50 del pasado siglo, que fue el tiempo en que me tocó vivir mi infancia en Ourense, el mundo era ordenado y tranquilo, lleno de gente dócil y conformista, que lo único que quería es que le dejasen vivir. La guerra civil se había terminado. Se trataba de olvidar aquella catástrofe con sensaciones contradictorias: para unos había sido una tormenta que había venido de afuera; para otros una imposición contra un gobierno legal o casi legal sólo en su origen, pues en ocasiones había actuado contra la propia legalidad e incluso con crueldad sectaria. El nuevo orden establecido era aceptado por la mayoría: unos con la indiferencia propia del acatamiento y otros por considerarlo como el menos malo. También estaban los que, en un número considerable, lo acogieron con júbilo. Muchos de los que habían sufrido la barbarie, los atropellos y las injusticias de uno u otro bando preferían olvidarse, aceptar lo que había, que era poco, y vivir sosegadamente. Otros, señalados por el poder y con graves riesgos, o que no aceptaban en ningún modo el régimen autoritario, en su huida, forzada o voluntaria, se habían exiliado. De éstos, unos regresaron años más tarde, cuando ya no sintieron el peligro, y otros ya no volvieron a pisar su patria, porque la dictadura duró unos cuarenta años. Los niños y los muy jóvenes no habíamos conocido otra forma de sociedad ni de autoridad. Además, mucha gente estaba convencida de que si no se metía en política, sería respetada, y el poder se encargaría de su seguridad, pudiendo recibir alguna propina de la administración o incluso albergando la ilusión de llegar a ser boyantes. Los más pobres emigraban al extranjero en la búsqueda de esa fortuna, que a algunos sí les llegaba, pero a la gran mayoría no alcanzó ni tan siquiera para conseguir lo mínimo necesario para poder regresar.

Los adultos trataban de ser y aparentar personas respetables. Lo de ser era por convicción y lo de aparentar por necesidad, para contar con la consideración de los demás en una ciudad pequeña en que todos nos conocíamos y sabíamos de las debilidades ajenas, amorosas o de otro tipo. No obstante, he de señalar que estas flaquezas, llevadas con discreción, eran aceptadas y, salvo alguna crítica, no conllevaban mayores inconvenientes. En aquella sociedad, algunos padres y maestros acudían, con excesiva frecuencia, a la dureza y al castigo (incluido el corporal) como forma de educación, pero en muchos casos era expresión de frustraciones y desahogos sobre los niños. Otros, con mucho tacto e inteligencia, convencidos de que no era el procedimiento adecuado, nos enseñaron siempre de forma positiva, resaltando, incluso con exceso, aquello que hacíamos bien. Nos convencían de que éramos tan buenos en todo, que nos sentíamos en la obligación de tratar de serlo.

En la España de mis primeros años, en plena posguerra y aislamiento, había escasez de todo, incluyendo los alimentos, para los que existía una cartilla de racionamiento que limitaba su adquisición. Con mi madre y mi abuela he ido muchas veces a Ultramarinos Plus Ultra –después reconvertido en café y hoy lamentablemente en ruinas, aunque todavía conserva la fachada primitiva de azulejos con anuncios de época– para comprar los productos permitidos. También se limitaba la cantidad de tabaco, por lo que los fumadores se valían de su propia ración y la que le cedía algún amigo no fumador. En las entradas de la ciudad, tales como las de los puentes "Viejo" y "Nuevo", estaban los fielatos para controlar lo poco que había, cobrar tasas imposibles y evitar el estraperlo. Las cosas mejoraron mucho a partir de 1952 y los racionamientos y los fielatos desaparecieron.

El número de teléfonos era muy limitado y funcionaban mediante manivela, a la que había que darle ocho o diez vueltas para conseguir comunicarse con la telefonista. Establecer una conferencia era difícil, hasta lograrlo podían pasar horas y se necesitaban recomendaciones. Le dijimos adiós a la manivela en mayo de 1952, con la instalación del servicio telefónico automático en el edificio situado en la calle Capitán Eloy, número 15, pasando de un total de 1.017 teléfonos de manivela a 2.700 teléfonos automáticos de disco.

Apenas había máquinas; no teníamos, como en la actualidad, electrodomésticos para todo. No había frigoríficos, ni lavadoras, ni televisión, ni columna musical. En mi caso, recuerdo una radio de esas antiguas, en las que predominaba el alto sobre el ancho, que ahora tanto estiman los coleccionistas y cuya audición era mala. Posteriormente tuvimos otra radio, marca Marconi, comprada en Radio Leal, local regentado por Julio Leal, buen profesional y todo un caballero, que tenía su local en el primero o segundo piso de una casa de la calle de Lamas Carvajal, frente a la actual Farmacia Barja, y vendió estas radios a medio Ourense. Esta nueva radio era, en ese momento, el no va más, hasta tenía "ojo mágico" (una especie de diafragma verde que se cerraba más o menos según la sintonía) y en ella llegamos incluso a sintonizar Radio España Independiente (Pirenaica), emisora clandestina que atacaba a Franco, al que denominaba El Caimán del Pardo, pero que al tiempo enaltecía a Stalin, antes y después de su muerte en 1953, a pesar de ser genocida y verdugo de millones de personas. No obstante, la emisora que más escuchábamos era Radio Orense (EAJ 57), que dirigía su propietario, don Ramón Puga, quien participaba al tiempo en todas las tareas junto con los locutores Pedro Arcas y Montesinos. La emisora estaba en la calle de las Tiendas.

Pocas personas tenían automóvil y los más, por exigencias profesionales. Tal era el caso de los médicos, como mi padre, cuyo primer automóvil fue un viejo Opel negro, de dos puertas, que ostentaba, como era norma, el letrero de Médico. El coche había sido requisado en la guerra civil y se notaba escorado, además de sufrir bastantes averías. En el año 1953, coincidiendo con el despegue económico de España, la SEAT comenzó a fabricar, en el puerto franco de Barcelona, el modelo 1400. Sin embargo la producción era muy limitada para la demanda, por lo que conseguir un coche resultaba difícil. En 1955, mi padre escribió al ministro de la Gobernación –al que no conocía– don Blas Pérez, invocando que era paisano canario y explicándole sus necesidades profesionales. Don Blas le contestó inmediatamente, participándole que se había dirigido al Ministro de Comercio, don Manuel Arburúa, en súplica de que le adjudicasen un coche de turismo, a lo que accedió en julio de ese mismo año. Todavía tengo guardadas esas cartas de los ministros (que son reflejo de esa época y que un día comentaré). Era precisamente en 1955, cuando salían a la calle los primeros 600, cuyo coste era unas 60.000 pesetas.

Al no existir frigoríficos ni congeladores, se recurría a una tina de zinc o una "nevera" (cajón con cierto aislamiento), a los que se añadían barras de hielo, que traían a domicilio una de las varias fábricas que había en la ciudad. Por la misma época, en 1953, se iniciaron las emisiones de Televisión Española, que no llegarían a Ourense hasta unos años más tarde, creo que en 1961. En su arranque veíamos la televisión en los escaparates de los comercios dedicados a su venta.

La práctica religiosa estaba muy extendida y las iglesias repletas de fieles. En nuestro caso, los domingos asistíamos a misa de una en la Catedral y a la salida, en las calles de Juan de Austria y Coronel Ceano, se repartían los programas de las películas de cine, que coleccionábamos. A continuación, una visita obligada era al establecimiento de periódicos Viuda de Lisardo, situado muy cerca de donde ahora está, frente a los jardinillos del Padre Feijóo, y regentado por tres hermanas. Allí, mis padres adquirían algún periódico o revista y cuentos para nosotros. Frente a este establecimiento, niños y chicos intercambiábamos los cromos, como recuerda ahora el monumento de Quessada. También en este lugar se situaban los fotógrafos ambulantes, de ahí que se repitan muchas de nuestras fotos familiares en este lugar. Existía además otro kiosco llamado Daniel, en la calle de las Tiendas, adosado a la torre inacabada de San Martín de la catedral de Ourense. Otros libros y material de papelería, los adquiríamos en las librerías La Región, justo al lado de nuestro domicilio, o las de la Plaza Mayor: Resvié, Álvarez y Casas. A Adolfo Resvié lo recuerdo delgado, de pelo blanco y aspecto distinguido, siempre despachando con su esposa, más gruesa y muy hirsuta, aún me parece estar viendo su bigote no depilado. También en la Alameda existía un pequeño kiosco, que compraba y vendía chistes y libros usados.

Además de la misa, no faltaba el rosario diario y alguna que otra novena, así como las jaculatorias y rezos habituales. Tampoco olvido el ir y venir de las capillitas portátiles dedicadas a diversos santos y vírgenes de distintas cofradías y asociaciones religiosas. La Semana Santa se celebraba con toda solemnidad y eran días de riguroso luto, en los que asistíamos a las celebraciones litúrgicas. Cada capilla e iglesia hacía su "monumento" que visitábamos los Jueves Santos con nuestros padres a la cabeza. Entre los "monumentos" siempre destacaban el de las Adoratrices, en su capilla de la calle del Progreso, y el de la capilla del Santo Cristo, de la que era una de las principales responsables mi tía abuela Pepita Moreno. En determinados días, todos los niños salíamos a las calles haciendo cuestaciones en que pedíamos donativos para el Seminario o el Domund. Espero que en la foto reproducida en esta página de una cuestación pro-seminario, en 1949, reconozcan en esos niños, a los abuelos de hoy.