Los resultados negativos de las encuestas acerca de la intención del voto han levantado en el partido que dispone del gobierno una corriente de opinión acerca de la necesidad de limitar los mandatos de cualquier cargo, y en especial el de presidente, a solo dos. Esa idea se transmite por medio de insinuaciones, globos sonda, sugerencias y otros melindres, aunque luego los próceres socialistas apoyen en público a Rodríguez Zapatero como candidato socialista en las próximas elecciones generales. Si ha de serlo o no supone, como es obvio, un supuesto táctico relacionado con la situación política que se vive hoy. De contar Rodríguez Zapatero con un respaldo popular amplio, o incluso ajustado, nadie se plantearía la conveniencia de pasar página. Pero en realidad el asunto crucial es otro: qué ventajas y qué inconvenientes cabe manejar así, en términos generales –al margen de la coyuntura de ahora mismo–, en favor o en contra de la limitación de los mandatos.

Poner límites teóricos al ejercicio del poder es una estrategia institucional que siguen muchos países, desde los Estados Unidos, con los dos mandatos a los que puede aspirar, como máximo, cualquier presidente, a México, con uno solo aunque durante más años. La limitación se entiende como necesaria para evitar las rémoras de una permanencia excesiva en un puesto que concede un poder no ilimitado pero muy próximo a la carencia absoluta de frenos que es el de la presidencia encarnada en una figura personal. Hay alternativas, por supuesto, como las de la Confederación Helvética, cuyo cargo de presidente es rotatorio y pasa de uno a otro ministro a lo largo de toda la legislatura. Pero por lo general es una sola persona la que encarna todo el poder del Estado. Y las maniobras de los líderes populistas de Latinoamérica para eliminar las trabas a la perpetuación indefinida –léase vitalicia– en el cargo hace pensar que es bueno el limitar a una serie breve, uno, dos, tres, los mandatos.

Pero se trata de una cautela parecida a la de caminar por la calle acarreando un extintor. No hace falta tener muchas luces para alcanzar la conclusión de que son tantas las teclas que existen bajo la figura de un líder como para convertir en imposible la elección de un plazo fijo para la presidencia de todos ellos. Cuando el cargo queda en manos de una persona inteligente, pragmática y ecuánime –¿Lula, por ejemplo?– la sensación de incomodidad que aparece cuando hay que jubilarle porque sí, por haber alcanzado ese plazo máximo, es manifiesta. ¿No sería mejor apostar en tales casos por más mandatos? Pues sí, eso parece lo lógico siempre que se dé antes una condición necesaria: que solo los inteligentes, pragmáticos y ecuánimes sean elegidos para el cargo de presidente de un país. Que eliminemos de antemano, sin concederles ni una sola legislatura, a los tontilocos, a los idiotas, a los vendedores de motos. Mientras no se garantice esa cautela, bienvenida sea la limitación en el cargo. No sé en quién estaré pensando.