Si hubiese estado en mis manos detener el mundo, lo pararía en el momento en el que tenía treinta y tantos años, en la plenitud de mis mayores esfuerzos y en la indiferente expectativa del tiempo que estaba por venir, en el instante preciso en el que la abundancia de los recuerdos no excluía la posibilidad de las numerosas esperanzas que no resultaba absurdo concebir. A esa edad ya había cometido unos cuantos errores pero era lo bastante joven para considerarlos un fallo relativo, un mero accidente biográfico que el futuro me permitiría enmendar con creces y compensarlo con aciertos que me llenasen de legítimo orgullo cuando en la vejez la valentía me pareciese un lapsus de la inteligencia. Vivía al límite y sin reservas de ninguna clase, excitado por la idea de que cuando uno tiene treinta y tantos años tiene casi el deber de disfrutar la vida de una manera inconsciente, evitando a toda costa la envejecedora tentación de la excesiva responsabilidad, dejando el aliciente de la posteridad para quienes creyesen que en la existencia de un hombre solo tienen interés aquellas cosas que puedan incluirse luego en la rutinaria solapa de uno de esos libros que no parecen escritos para agradar a los lectores, sino para satisfacer la vanidad del autor. Cuando uno tiene treinta y tantos años y le acompañan las facultades físicas, hasta puede ser imperdonable que no cometa los errores que le permite su vigor. Se puede ser prudente a cualquier edad, es cierto, pero yo creo que hay una edad en la vida de un hombre en la que lo que le pide el cuerpo prevalece sobre lo que le sugiere el cerebro. Como es natural, las personas mayores siempre nos avisan de la conveniencia de evitar los excesos y de conducirnos con cautela, tan natural como hacer caso omiso de sus consejos si eres tan joven que tus ideas, tus tentaciones y tus sueños no han sido aun destruidos por tus conocimientos. Cuando yo tenía treinta y tantos años, las cosas que me causaban remordimientos no eran en absoluto tantas como las que me producían placer. Entonces no era tan reflexivo como ahora, así que no le daba demasiadas vueltas en la cabeza a las decisiones que tomaba, ni me paraba a pensar en las consecuencias que me pudiesen acarrear, entre otras razones, supongo ahora, porque de alguna manera inconsciente intuía que la prudencia era una actitud que convenía posponer para cuando uno no pudiese permitirse la temeridad. Nadie tiene derecho a pretender que sus experiencias nos disuadan de las nuestras, ni que sus errores nos impidan disfrutar de nuestros propios riesgos. El tiempo corre siempre a favor de la resignación y en contra de la audacia. Cuando uno tiene treinta y tantos años y a su conciencia le responde de maravilla el cuerpo, ni siquiera necesita saber, sino solo sentirlo, que esa etapa de la vida no volverá a repetírsele y que nunca más se verá en esa agradable circunstancia vital en la que las cosas que hace tu cuerpo no te producen remordimientos, sino esa suave fatiga cordial y pasajera de la que uno se sobrepone con el entusiasmo emocional que le lleva a cometer el siguiente esfuerzo. Ha de ser el cuerpo, y no los consejos, lo que nos cambie los hábitos y la vida. Supongo que no es casual que en la decisión de renunciar a los excesos las varices sean por lo general más determinantes que la conciencia. ¿Apología del desenfreno?. En absoluto; solo elogio de la naturalidad. A los treinta y tantos años no puedes pedirle a un hombre que se siente a esperar pacientemente que pasen diez o veinte años y pueda asomarse entonces a la vida con el beneficio de la experiencia del tiempo transcurrido. Porque cuando volviese a la vida, se encontraría con que sus fuerzas ya no están a la altura de sus tentaciones y consideraría entonces su existencia un grave error, un verdadero desperdicio, por culpa de haber creído que los conocimientos escolásticos pueden sustituir en cualquier caso a las experiencias. Como es habitual, también para rematar esta columna me serviré de lo que me dijo de madrugada un fulano en un antro: “Hay quien dice que en estos sitios no ocurre nada que sea decente. Tienen razón y sin embargo se equivocan. Tenemos la moral oficial en contra y eso convierte este lugar en indecente. Seguramente dirás lo mismo cuando seas mayor. Ahora tienes treinta y tantos años, muchacho, y cuando se tiene esa edad... bueno, cuando se es joven puede uno correr cualquier riesgo sin calibrar las consecuencias, en la seguridad de que cuando haya pasado treinta años se alegrará infinito de no haberlos evitado. Algunos consejos es mejor dejarlos para cuando ya no te sirva de nada aceptarlos, igual que conviene dejar la extenuación para después del esfuerzo. Esto que ves a tu alrededor no es amoral, hijo; solo es caro”.

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