Hay varias maneras de crearse una reputación, aunque básicamente eso se consigue adoptando el comportamiento personal que te haga merecerla. A sus propios esfuerzos deben muchos hombres su notoriedad y la ejercen con indisimulado placer, a veces incluso exhibiendo la legítima vanidad en la que con no poca frecuencia desembocan la satisfacción y el orgullo. Hay por el contrario hombres que gozan de una reputación sobrevenida a su pesar, sin haber hecho nada para merecer sus beneficios, también sin haber movido un solo dedo para ganarse en el peor de los casos su castigo. En cualquier caso, la mala reputación no siempre resulta perjudicial. Muchos grandes hombres le deben su notoriedad y la solidez de su prestigio a los bulos que otros pusieron en circularon a sus espaldas con la intención de destruirlos. Frank Sinatra es un claro ejemplo de lo bien que a algunos personajes les sientan la difamación y los infundios. Muy por consistente que sea la salud de un hombre, es dudoso que pueda llegar a octogenario después de haber abusado de vicios que en ocasiones hasta parecía inventados ex profeso para él. Con el consumo de cocaína que le atribuye el viejo bulo, el bueno de Sinatra podría haberse sobreestimulado para volar desde Los Ángeles hasta Las Vegas sin necesidad de subirse siquiera al avión. Según sus biógrafos, el caché de Sinatra se resintió con los primeros rumores corrosivos, que casi malograron su carrera, lo que le obligó a numerosos desmentidos. Cuando recobró su sitio en lo más alto, parece que Frankie tomó la sabia decisión de no darse por aludido, ayudando con su silencio a que los rumores sobre su mala vida se propagasen hasta que el transcurso del tiempo los convirtió en la formidable leyenda de jugador, bebedor y mujeriego que le acompañó hasta su muerte. El del extraordinario cantante de Hoboken es un ejemplo bien expresivo de que si se sabe administrarlos con paciencia y convivir con ellos, hay bulos que ayudan a robustecer la personalidad que pensaban destruir. Puedo imaginar a Sinatra debatiendo el asunto con su manager y zanjando las dudas con una actitud concluyente: “Dicen que soy mujeriego, mafioso y pendenciero. Esos cabrones de la prensa reconocen por otra parte que soy un amigo leal y generoso, un amante desprendido y que me preocupa luchar contra la injusticia sin pavonearme, como si fuese un misionero. Puede que todo eso sea cierto, pero te pido que desmientas únicamente mis virtudes. Actúo cada año en los casinos de Las Vegas en un ambiente en el que solo son legales el adulterio y las trampas, muchacho, y por ahora no entra en mis planes cantar para Pablo VI en la Santa Sede”. En “El Gran Gatsby” el protagonista de la novela de Fitzgerald no despierta la curiosidad de sus vecinos por su franqueza o por su don de gentes, sino por el celo con el que cultiva el enigma de una vida que personalmente se cuida de sembrar de interesadas lagunas sentimentales biográficas. En los corrillos de las fiestas que organiza en su mansión de los Hamptons neoyorquinos, y a las que jamás concurre, circula el comentario de que “dicen que mató a un hombre”. Jay Gatsby decide no disipar las dudas y oculta adrede cuantos datos pudiesen desnudar en público su pasado y su conciencia. Si se quiere que parezcan interesantes, las honduras del alma hay que preservarlas de la curiosidad ajena, a sabiendas de que lo que ocurre al otro lado de una puerta cerrada siempre resulta más atractivo si al intentar echar un vistazo nos encontramos el ojo de la cerradura cegado con cera. El encanto literario de Gatsby, como el encanto real de Sinatra, reside en un misterio que imaginamos sórdido, quien sabe si incluso criminal. Desmentirlo solo ayudaría a destruir la leyenda, a no ser que Gatsby negase haber matado a un hombre movido únicamente por su perverso deseo de sembrar la duda de que en realidad hubiese matado a dos. Como me dijo de madrugada un fulano en un garito, “Esto de la reputación es como un incendio, que nos alarmamos al descubrirlo, llamamos luego a los bomberos, sufrimos mientras se juegan la vida y deseamos que todo acabe bien, aunque en el fondo, amigo mío, en el fondo tenemos la perversa esperanza de que apagadas las llamas y desvanecido el humo, se adivine debajo de las cenizas el cadáver acartonado de un vagabundo”.Y añadió: “La maldad tiene un indudable atractivo. Te hablo de lo que conozco. Estas mujeres se sienten extrañamente atraídas por el peligro que tanto temen, como cínifes que se encariñasen con el repelente que podría exterminarlos. Si alguien dice de ti que mataste a un hombre, niégalo, muchacho, pero no lo hagas con demasiado entusiasmo, no sea que cometas el error de disipar las dudas”...

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