Así que, en el día de la despedida a los soldados de la Brilat muertos en Afganistán, cumplido el deber honroso de rendirles homenaje y abrazar a sus familias, cumple hacer una pregunta al menos: por qué están allí como están. Y es que algunos expertos militares han dicho ya que puede que su dotación sirva para prevenir los riesgos de una tarea humanitaria en zona de combates, pero en absoluto para una guerra, que es lo que hay. Cumple pues exigir que se llame a las cosas por su nombre, sobre todo cuando de la definición depende la seguridad del contingente.

En este punto conviene dejar claro que no se trata de criticar a quienes allí están cumpliendo una misión que conlleva un peligro que asumen como profesionales, ni tampoco a un gobierno que la ordenó, por más que sea opinable. Pero es preciso, por respeto a los caídos en aquel lejano país, y a quienes allí permanecen, reclamar que se dote al batallón español de los medios que precisa para una situación de guerra en la que como no hay trincheras ni se identifica con nitidez al enemigo no se pueden garantizar otra defensa que la propia.

Y hay más: la asunción de lo que realmente significa la presencia militar española en la zona se le debe, también por respeto, a las familias de los militares, especialmente próximas a Galicia y Asturias por cuanto la Brigada de la que forman parte tiene su sede en Pontevedra y encuadra a muchos ciudadanos del vecino Principado. A nadie debe extrañar, por tanto, que su seguridad y su bienestar resulten datos prioritarios para las dos Comunidades, además de, naturalmente, para el gobierno de España.

No pocos ciudadanos se preguntan cuál puede ser la razón por la que se insiste en denominar "humanitaria" a la misión en Afganistán cuando es otra cosa. Los aliados insisten en que la presencia occidental se inscribe en una guerra contra los impulsores del terrorismo internacional, y el presidente electo norteamericano promete impulsarla -a la vez que retira tropas de Irak- y pide una mayor implicación de sus aliados para la consecución del objetivo principal, que no es reconstruir aquel país sino liquidar la amenaza talibán.

Ya se verá cuál es la respuesta de un gobierno que, como el del señor Rodríguez Zapatero, ha criticado tanto las guerras -la de Irak, en especial- que ahora rechaza la idea de verse envuelto en otra. Los casos no son comparables desde el punto de vista técnico y jurídico, pero aún así hay quien cree que no se quiere reconocer en Oriente Lejano algo parecido a lo que se hacía en el Próximo precisamente para que nadie pueda reprocharle ahora a don José Luis que practique lo contrario de lo que predicaba.

Si es eso, es malo. Porque la cuestión no es semántica, sino de medios adecuados: a una misión de paz se llevan unos, y a una guerra, otros. ¿No?