España se ha adjudicado de forma brillante la Eurocopa de Suiza y Austria, un magno espectáculo que ha mostrado una vez más la pujanza del fútbol en todo el mundo y, en este caso y en especial, en Europa. Cuarenta y cuatro años después del ya legendario gol de Marcelino a la URSS, el capitán español, en este caso Casillas, ha podido levantar el trofeo entre el jolgorio popular que celebra el gran éxito como se merece. Porque el éxito de la selección española tiene una enorme trascendencia ya que el fútbol se suma a los del deporte español en general, que desde los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992 ha entrado en una edad de oro que ha hallado en Viena su cénit.

El juego español ha recibido el premio que merece por el juego desplegado desde el primer partido del torneo y que ha sido casi unánimemente elogiado por los críticos y analistas de todo el continente. España ha hecho el mejor fútbol de todos los participantes y el mejor que se le recuerda. Las dos goleadas a Rusia y, sobre todo, el poderío mostrado ante Italia, toda una campeona del mundo, han roto con todos los fantasmas que históricamente han afectado a la selección: la barrera de los cuartos de final o las series de penaltis quedaron borrados en una noche decisiva para el devenir del torneo, finalizado de forma triunfal. El éxito es enorme no sólo por haber ganado sino también por haber exhibido ante el mundo un nuevo concepto del fútbol español, en el que individualidades de excepcional calidad han sabido fundirse en un bloque compacto que ha resultado muy superior al resto de las selecciones.

Entre las muchas virtudes que han adornado al equipo español en este glorioso mes de junio de 2008 destaca precisamente la preeminencia de lo colectivo sobre lo individual. El conjunto ha mandado siempre por encima de las individualidades aisladas, cuestión que ha resultado clave como casi siempre que se busca el triunfo en el fútbol. El conjunto, además, ha mostrado el orgullo de los ganadores, muy lejos del viejo victimismo o, incluso, del conformismo de otras épocas. España ha sido capaz de imponer su excelso fútbol de toque sin renunciar por ello a la profundidad, que tan buenos dividendos dio, por ejemplo, en el segundo gol a Suecia, aquella pequeña obra maestra de Villa. El asturiano, máximo goleador del torneo, ha sido el finalizador del excelente juego del equipo. El de Tuilla se ha mostrado ante Europa como lo que es, un goleador de élite, implacable en el área y excelente acompañante de los centrocampistas en los momentos en los que necesitan apoyos. Como imprescindible ha sido el capitán, Iker Casillas, en su papel de líder interno y en su puesto en la decisiva tanda de penaltis ante Italia donde ha superado sin duda a su colega Buffon en el nivel de prestigio internacional. Han sido, sin embargo, los ligeros centrocampistas españoles, Xavi, Cesc, Iniesta y Silva, con el escudo de Senna, quienes han confirmado el acierto de la apuesta del seleccionador, Luis Aragonés, por el actual equipo, hecho a base de clase y gusto, que convierte el fútbol en lo que siempre debe de ser: un espectáculo atrayente, bello y apasionante. El mérito del seleccionador, cuestionado tantas veces y vilipendiado otras, es haber sabido ahormar a unos jugadores que superaron los malos momentos arropados por la experiencia del entrenador y la confianza que mostró en ellos. Las polémicas que rodearon a Luis y que tuvieron su máxima expresión en el tormentoso final del partido ante Letonia en Oviedo han quedado borradas por el éxito de Viena.

España ha llegado a la gran victoria de anoche rodeada de una adhesión generalizada y entusiasta de la sociedad española, expresión de un anhelo general de que el fútbol de la selección nacional su subiera al carro triunfal del deporte español. Y este equipo tiene edad para alargar su ciclo y ofrecer nuevas satisfacciones en las competiciones internacionales que vienen. El camino está abierto para dar nuevas satisfacciones y más motivos de orgullo colectivo.