Tal que si el derrumbe del negocio de la vivienda hubiese dejado caer todos sus cascotes sobre ellos, los bares están siendo los primeros en notar el contundente impacto del ladrillazo en sus cajas registradoras. Hasta un 8 por ciento ha caído la recaudación fiscal por la venta de bebidas, cifra que se queda más bien corta a juicio de los hosteleros, alarmados por la falta de liquidez que retrae de consumir líquidos espirituosos a su habitual clientela.

El dato no deja de resultar alarmante. Una norma no escrita sugería hasta ahora que los bares constituyen uno de los pocos ramos de la actividad económica que, lejos de sufrir las consecuencias de las crisis, incluso podrían beneficiarse de ellas.

Es lógico. Cuando las cosas vienen mal dadas, el personal suele darse a la bebida con el fin de olvidar sus penurias; pero esta vez la situación presenta rasgos tan graves y hasta espantables que ni dinero queda para financiar el vicio.

Al ya popular "efecto mariposa" por el que el aleteo de uno de estos vistosos insectos deriva a veces en un ciclón, hay que agregar ahora el "efecto ladrillo" que acaba de impactar directamente sobre los negocios de la botella.

Uno y otro efecto se basan en la teoría del caos, si bien la influencia del derrumbe de la construcción sobre las finanzas ha sido menos estudiada que la de los insectos sobre la meteorología. Eso significa, infelizmente, que nadie está en condiciones de predecir cuánto durará la crisis apenas abierta ni mucho menos el alcance del roto que les va a hacer a los bolsillos de la ciudadanía.

De momento sólo disponemos de indicios que, eso sí, resultan preocupantes. Ayer supimos, por ejemplo, que la caída a plomo del imperio del hormigón le va a costar a la Xunta unos 200 millones de euros anuales: bonita suma en la que se cifran los cuartos que la Hacienda de Galicia dejará de ingresar en concepto de impuestos vinculados a la construcción y actividades conexas.

Si tal ocurre con los negocios oficiales, razones hay para que las gentes del común se echen a temblar ante la que se les viene encima a sus mucho más frágiles economías domésticas.

No hay más que ver la reacción en cadena que el "efecto ladrillo" ha desatado en todos los ramos de la producción incluyendo el de la industria y el de los servicios.

La catástrofe de la construcción, que durante la última década fue el motor de la economía gallega, amenaza ahora con gripar a las demás piezas que sostenían la marcha -artificialmente acelerada- de las finanzas del país. El estallido del globo inmobiliario provocó una inmediata retracción de créditos en la banca, lo que a su vez redujo el volumen de dinero disponible y el subsiguiente bajón en el consumo que ya afecta imparcialmente al comercio mayorista y minorista, a la industria de suministros y -lo que acaso sea más sintomático- al negocio de los bares.

Pocas señales más ominosas que ésta sobre la profundidad de la crisis en ciernes. Las tabernas eran, en efecto, el fortín al que los gallegos solían acogerse en tiempos de desdicha para hacer frente, vaso en mano, a los reveses del infortunio económico. Si ni siquiera ellas se salvan del desastre general provocado por el ladrillazo, la famosa crisis que no existía hasta el día siguiente de las elecciones es muchísimo más grave de lo que acaso imaginasen los más pesimistas.

Ahora se entiende, en fin, que el Gobierno siga hablando de "desaceleración" mientras los economistas nos anuncian toda suerte de duelos y quebrantos. También los generales de Hitler idearon el concepto de "avance estratégico hacia la retaguardia" para eludir la siempre enojosa palabra "retirada"; pero en uno y otro caso el resultado de derrota es el mismo.

Aunque haya gente empeñada en no rendirse ni ante la evidencia, la prueba del algodón de los bares no engaña: estamos ante una crisis de caballo. Y lo peor es que sólo acaba de empezar.

anxel@arrakis.es