Nada más barato que los libros. Al menos, los de leer. Por 30 euros llevas a casa un montón de conocimiento, viejo o nuevo, a poco que estés orientado de lo que quieres saber y de quién es el que mejor lo cuenta. Lo que es capaz de pagar la gente por no leer. Los ricos, que tan tacaños son para pagar a sus empleados o a sus subcontratados, pueden gastar una fortuna en estar con alguien porque se supone que sabe cosas -menos de las que traen los libros- que va a decir y así no tienen que leerlas. Gracias a esa carencia de algunos ricos, el ex presidente de EE UU, Bill Clinton, ha ganado 40 millones de dólares hablando. Está bien. Si no quieren leer, que paguen. Con un caché entre 100.000 y 350.000 dólares debería tener cosas importantes que contar pero para el mercado no importa que lo que diga Clinton lo valga; importa que hay gente dispuesta a pagar por oírlo. Apuesten que el conocimiento de sus intervenciones está en libros de bolsillo.

Hay gente a la que los libros les parecen caros porque considera que no tiene que pagar por nada que un literato haya escrito (siempre que haya que leerlo). Saben que el escritor es el que menos gana y por eso prefieren comprar libros por la encuadernación. Al mismo tipo de personas tiene que pertenecer los que acudieron con siete mil dólares a la subasta de unas toallas, un flotador y dos cartas de Jacqueline Kennedy a su cuñada. Eso sí son líneas bien pagadas. Jackie escribía a su cuñada que fuera más misteriosa en su matrimonio. A lo mejor con eso, dos toallas y un flotador, logró ser una de las mujeres más conocidas y ricas de la segunda mitad del siglo XX, por encima de escritores, de libros y gente a la que le da pereza leer.