La igualdad entre hombres y mujeres sólo puede ser establecida, construida y desarrollada desde la ley, esto es, desde la igualdad por ley y ante la ley, pero las leyes, y más una tan revolucionaria como la que se aprobó el jueves en el Congreso, necesitan un légamo, un terreno abonado y receptivo, para lograr su cumplimiento, que no otro, por lo demás, es el objetivo de toda ley. ¿Se da en España, hoy, esa circunstancia? ¿Percibirán de súbito las trabajadoras el mismo salario que sus compañeros con la mera aprobación de esa ley? ¿Dejarán las niñas de mirarse en el espejo narcisista de las modas que las cosifican, atontan y menoscaban? ¿Cesarán las groseras agresiones verbales de los piropos callejeros?

Junto a disposiciones razonables, cual la de integrar más al varón en la primera crianza de los hijos mediante un más holgado permiso de paternidad, hay otras en la nueva ley, sin embargo, que más que promover la igualdad, la mixtifican. Es el caso de la "paridad", de la "cuota" y de todas esas "discriminaciones positivas" (¿puede ser positiva en ningún caso la discriminación?), que abole el valor de la excelencia y lo sustituye por una absurda cuestión de número y de cantidad. ¿Por qué tiene que haber exactamente el mismo número de ministros que de ministras? ¿Qué relación tiene ese dislate con la igualdad de oportunidades, de promoción y ante la ley? ¿No podrían, por vendura, ser todas ministras en un gobierno, o no haber ninguna? Garantizando un cupo a las mujeres en la administración o en las cúpulas directivas no se fomenta la igualdad, ni el mérito, ni el esfuerzo, sino la indolencia, al tiempo que se prefiere a alguien por razón de su sexo antes que por sus cualidades y su valor. Mucho de electoralista (¡buen filón el de la mitad de los votantes!) y poco de ecuánime y de aplicación real tiene esa ley que, no obstante, todos quisiéramos que en algo contribuyera a conquistar su objetivo último. La igualdad.