Pragmático como un alemán -o un gallego, sin ir más lejos-, el líder del partido conservador en Galicia ha dejado caer que no pondría objeciones a un acuerdo de gobierno con los nacionalistas del Bloque si las circunstancias lo exigiesen.

Mucho es de temer que la propuesta de Alberto Núñez Feijóo provoque imparciales soponcios entre los militantes de su partido y, sobre todo, entre los del BNG; pero no por ello deja de ser estrictamente razonable.

Tan natural es un gobierno de socialistas y nacionalistas como otro del PP y el Bloque e incluso un tercero formado por socialdemócratas y conservadores. En Alemania, país práctico donde los haya, no es infrecuente por ejemplo la fórmula de la "grosse koalition" o "gran coalición" entre el centro-derecha y el centro-izquierda. Tal que la que ahora mismo preside la canciller Ángela Merkel.

Salvo en algunos ayuntamientos, una alianza similar sería del todo impensable aquí; pero ya se sabe que, además de hincar sus orígenes en el franquismo, la juvenil democracia española tiene apenas treinta años de vida y aún se le nota el acné.

Sabios a fuerza de experiencia, los pueblos de este viejo continente conocen en cambio lo anecdóticas que pueden llegar a ser las ideologías. Incluso en España, Estado europeo a su pesar, cuesta un mundo distinguir entre la gestión de un socialdemócrata liberal de izquierdas y la de un liberal socialdemócrata de derechas.

Tampoco debiera haber problema alguno con los nacionalistas que acaso constituyan -por su abundancia- el único factor diferencial entre España y la mayoría de los demás países de Europa. El nacionalismo es, en esencia, un movimiento de raíz conservadora que basa precisamente su ideario en la conservación de las viejas tradiciones: ya sea la lengua, ya el paisaje, ya la cultura autóctona.

Cierto es que el partido aglutinante del nacionalismo gallego juguetea todavía con los fantasmas de su más reciente pasado. La retórica "antiimperialista" del Bloque y las extravagantes fijaciones de su dirección con dictaduras tan enojosas como las de Afganistán o Cuba parecen una anomalía dentro de un partido institucional que ya ocupa altos puestos de gobierno.

Cabe esperar, sin embargo, que la próxima jubilación de la vieja guardia estalinista que aún domina el nacionalismo de aquí acabará por homologar al Bloque con cualquier otro partido "normal", por así decirlo. De hecho, ya hay quien pugna en su interior por convertir al anacrónico frente leninista en una formación adaptada a los usos del siglo XXI, en la que conceptos tales como "liberal" o "tolerante" no sean usados como insulto.

Una vez "aggiornado" y normalizado, el nacionalismo pasaría a ser en Galicia una opción de voto probablemente más atractiva que la actual para el grueso de los electores que, aun sintiéndose galleguistas, tienen dificultades para apoyar a una formación con tics ideológicos del pasado siglo. El Bloque se convertiría en un partido como cualquier otro, con sus dosis -en diferentes proporciones- de conservadurismo, liberalismo y socialdemocracia a las que se añadiría el nacionalismo como imagen de marca distintiva.

Nada impediría en tales circunstancias que los nacionalistas gallegos -como los catalanes y los vascos- se abriesen a pactar alternativamente con la izquierda o la derecha de acuerdo con sus propias conveniencias y las del país. Bloque y PSOE dejarían de estar condenados a gobernar juntos por imperativo teológico, con lo que la mesa de billar de la política gallega quedaría abierta por fin al mucho más divertido juego de las carambolas a varias bandas.

A día de hoy, la idea de un gobierno entre nacionalistas y conservadores como el que acaba de proponer Alberto Núñez suena a ficción política más que a otra cosa. Pero ya advertía el politólogo Conde de Romanones que "cuando digo jamás, es jamás: quiero decir, hasta mañana por lo menos".

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