Aseguran los contables del gremio de editores de España que los gallegos leemos más bien poco. El pasado año, sin ir más lejos, sólo conseguimos superar a los vecinos de Andalucía, Asturias, Castilla-La Mancha y Extremadura; pero si el cómputo se hiciese con los datos del último trienio, Galicia descendería al penúltimo lugar de la clasificación autonómica de lectores. Últimamente no levantamos cabeza ni en libros ni en fútbol, por lo que se ve.

Nuestra baja puntuación en materia de lectura -un 53 por ciento el pasado año y un 51 de media en los tres últimos- constituye en sí misma una paradoja. Cuesta entender, desde luego, que un país de tan escasa afición a las letras haya alumbrado escritores del fuste de Valle Inclán, Cela, Cunqueiro, Rosalía, Torrente Ballester y tantos otros que harían inacabable esta fulgurante nómina.

Una posible explicación a la desidia leyente que nos atribuyen las estadísticas podría residir en las peculiares costumbres de los gallegos.

Frente a las veinte o treinta ferias del libro que puedan celebrarse cada año, son más de tres mil las fiestas gastronómicas capaces de congregar a multitudes de devotos del cocido, la centolla, el albariño o la empanada. Y después de semejantes bacanales no está uno para lecturas, como es natural.

En teoría, el clima ceniciento y lluvioso que aflige a los gallegos durante buena parte del año debiera favorecer la reclusión en el hogar y -por tanto- el insano vicio de la lectura. Infelizmente, a las tropecientas mil romerías del país hay que añadir el dato de que Galicia cuenta con la mayor proporción de bares por habitante de casi toda Europa.

Quiere decirse que si nos pasamos media vida sentados a la mesa o acodados en la barra del bar, no parece fácil dedicar un rato al sosegado placer de la lectura. Leer es un vicio solitario y los gallegos -qué le vamos a hacer- tendemos más bien a la sociabilidad de la taberna.

Sólo los irlandeses rubicundos de cerveza podrían servir de espejo y referencia a los gallegos. La pequeña Eire comparte con Galicia la afición a las gaitas, a las patatas, a las tabernas y a los licores bien destilados; pero también se le asemeja en su extraordinaria producción de escritores. Wilde, Joyce, Beckett, Swift o Shaw -entre muchos otros- no paran de confirmar que la imaginación es el principal componente del PIB en ciertos pequeños países de magia y bruma.

Falta por saber si los irlandeses leen tanto como escriben o si, por el contrario, su caso es igual de paradójico que el de Galicia.

Como quiera que sea, no conviene darle a las estadísticas más valor del que estrictamente tienen. La del gremio de editores, por ejemplo, revela que la diferencia entre los reinos autónomos que más leen y los que menos es en realidad de apenas unos pocos puntos porcentuales. Si algo podría deducirse es que, con pequeños matices geográficos, en toda España se lee poco.

Menos probablemente aún de lo que sugieren esas optimistas cifras de los impresores según las cuales más de la mitad de la población española -un 56 por ciento de media- se toma la molestia de leer algún libro. Salvo que se incluya en ese concepto a la guía telefónica, mucho es de temer que las estadísticas anden algo sobradas de porcentajes al alza.

Cuestión distinta es lo que debiera entenderse por lectura. Para navegar por Internet -la Biblioteca de Alejandría de nuestro tiempo- es absolutamente necesario saber descifrar los códigos lingüísticos, por lo que, en buena lógica, el número de lectores tendría que haberse multiplicado en los últimos años al mismo ritmo que la extensión de la Red. De ahí que el valor de las estadísticas limitadas a contar la lectura en papel impreso y -en particular- la que se hace en formato de libro, cojeen un poco de rancias a estas alturas del milenio.

Lo malo es que también en el uso de Internet los gallegos vamos a la cola de España. Leer gasta mucho la vista, ya se sabe.

anxel@arrakis.es