La imprescindible película Munich sólo puede contemplarse como una metáfora de la política estadounidense posterior al 11-S. En ambos casos, la respuesta a una provocación degenera en una aberración sin sentido, en aplicación milimétrica de uno de los eslóganes del guión, "les derrotaremos cuando aprendamos a actuar como ellos". La violencia política no obedece a la ley newtoniana de acción-reacción, su trayecto es siempre una espiral donde se extravía la percepción del objetivo, incluso la noción del origen. Meses después de su estreno, la obra de Spielberg puede contemplarse desde un nuevo prisma. Israel rueda en Líbano la secuela Munich II, una reinterpretación sin matices -a lo bestia, si la expresión fuera admisible en un artículo político- del original.

La coincidencia se transmite incluso al número inicial de víctimas de ambos sucesos. Los muertos de los Juegos Olímpicos o de la frontera con Líbano sólo sirven de pretexto. Pese a su grandilocuencia, hay una cuota de cinismo en la cita de Golda Meir que Spielberg recoge en su película. "Condeno a los palestinos por asesinar a nuestros hijos, pero los condeno todavía más por obligarnos a matar a los suyos". Este retruécano equivale a una burda justificación poética de una insaciable sed de venganza. Es decir, todo argumento debe conducir inequívocamente a la guerra, en tanto que el resto del mundo le da tiempo a Israel para que reduzca a Hezbolá a una dimensión negociable.

Cuando el toro libanés esté suficientemente castigado, se reactivará la diplomacia de puente aéreo -¿ha venido ya Solana?-. En esta fase, anunciada sin complejos para los próximos días, Condoleezza Rice comenzará su carrera electoral a la Casa Blanca en Oriente Medio, sin derramar una lágrima por los niños muertos. Mientras la secretaria de Estado pacifica la zona, la carnicería desatada por su gobierno en Irak iguala en número de muertos al conflicto ahora de moda. Esta escenificación viene alentada por la fatiga de la compasión que sufre la mayoría silenciada, abrumada por el ranking interminable de tragedias que le ofrece el ciclo informativo de 24 horas. La reacción colectiva consiste en desertar subrepticiamente de la narración que se les impone. Por ejemplo, no cabe duda de que el New York Times es una de las cabeceras que más exhaustivamente informan sobre la venganza israelí. Sin embargo, sólo uno entre los quince artículos más solicitados por sus lectores -y ninguno entre los diez primeros- hace referencia a ese asunto.

La subcontratación es la constante de las últimas guerras portátiles libradas en el planeta. Lo mismo sucede en Munich, donde se hace difícil adivinar la adscripción de los sectores enfrentados. La confusión, digna de Berlanga, culmina cuando terroristas de diversa procedencia coinciden en un mismo refugio, y se encañonan mientras repiten la letanía de bandas de la época -IRA, ETA, Ejército Rojo-. Enlazando con otra gran película ahora mismo en pantalla, El señor de la guerra, lo importante es mantener una violencia de fondo que encauce el tráfico de armas. En los enfrentamientos por intermediación, Israel ejerce de mensajero de Estados Unidos, con Hamás y Hezbolá de mandaderos de Siria e Irán respectivamente. La primera de las organizaciones citadas gobierna el Estado sin territorio de Palestina, en tanto que Hezbolá controla el territorio sin estado del Líbano.

La frase más citada de Munich -y habrá que reseñar a su extraordinario guionista, Tony Kushner- está puesta asimismo en labios de Golda Meir, "cada civilización ha de negociar compromisos con sus principios". O sea, ha de traicionarlos. En un análisis genético, Israel cumple con uno de sus refranes más característicos -"Nunca dejes las cosas a medias"-, en tanto que El Líbano se acomoda asimismo a su lema nacional, "Para que algo mejore, antes ha de empeorar". Por una vez, Hollywood se ha adelantado a los métodos convencionales utilizados para examinar una situación internacional. Si Munich ayuda a investigar el origen de lo ocurrido, la interpretación del desarrollo precisa de Syriana, otra película de impresión. La pujante ultraderecha norteamericana acusó a George Clooney de protagonizar una película cuyo guión "no podría haber sido escrito con mayor convicción por Bin Laden", aunque sería más correcto sospechar que Osama firma los desquiciados proyectos de Bush.