Basta pasar los Pirineos, y adentrarse un poco en territorio ajeno (pues siempre hay una franja contaminada), para que en la autopista todo cambie. Los vehículos mantienen una distancia prudente, la velocidad máxima se respeta más o menos, nadie coloca al que va delante la luz larga en la nuca, y se esfuma esa sensación terrible de lucha de todos contra todos que reina en las carreteras españolas. Hay algún infractor, sí, pero no más que delincuentes en la vida social. En general hay paz en las carreteras de Europa, y en las de España hay guerra, así de simple. Como es natural, ese distinto estado, de paz o de guerra, se refleja en las cifras de muertos, que aquí, suban o bajen algo, dan escalofríos. Sin embargo, no hay alarma ni reproche social con el asunto. Es como si esa veta de sangre que recorre la geología española, y ha tenido siempre su núcleo simbólico en la fiesta de toros, aflorara hoy en la calzada.