Con el gesto lúgubre que requería la circunstancia, el director general de Tráfico profetizó el otro día la muerte de medio centenar de personas durante el puente de la Virgen que todavía estamos cruzando. En este caso sí que viene a cuento la referencia -por lo general, algo abusiva- al título de cierta famosa crónica novelada de García Márquez sobre una muerte anunciada. El jefe de tránsito anuncia cincuenta, y lo peor es que va camino de acertar.

No es que Pere Navarro -que así se llama el mentado agorero- tenga dotes de adivino, naturalmente. El jefe de las carreteras y demás siniestros se ha limitado a hacer un cálculo del promedio de mortandad de los últimos años, y, a partir de ahí, cifró en ese medio centenar la triste cosecha de cadáveres del puente.

Además de fáciles virtudes proféticas, los directores de Tráfico suelen tener una vocación funeraria de lo más sólido. El cargo imprime carácter y, cualquiera que sea el partido al que pertenezcan, todos ellos se empeñan en sembrar el pánico entre los automovilistas como principal medida de prevención.

Los anuncios con los que pretenden salvarnos la vida, por ejemplo, suelen recurrir a la truculenta exhibición de sangre, vísceras y otras escenas de impacto, cuando no incurren directamente en alguna otra forma de terrorismo publicitario. Se diría, en fin, que la función del gobierno en la rama de tránsito consiste básicamente en meterles el miedo en el cuerpo a los conductores.

Si a ello se agrega la vigilancia de las carreteras a cargo de una policía -militar, por supuesto- de severidad tan acreditada como la Guardia Civil, no queda sino concluir que el automovilista es una de las especies más peligrosas de entre todas las que amenazan el ecosistema español. Acaso eso explique el que se les haga sentir que son culpables de todo, que se les reproche nada sutilmente su tendencia a la bebida y que incluso se les tutee como si fuesen niños pequeños. "No podemos conducir por ti", dicen, por ejemplo, los paternales avisos de esa peculiar versión de la señorita Rottenmeir que es la Jefatura Nacional de Tráfico.

Puede que la estrategia del terror esté justificada si con ella se redujesen las calamitosas cifras de percances en las carreteras. Ahora bien, quizá la rigurosa autoridad competente podría ensayar otras medidas complementarias a la de amenazar a los conductores con todas las penas del infierno y del código de la circulación. Más que nada, porque algunas de ellas han demostrado ya su eficacia.

Nótese, por ejemplo, que la evidente mejora experimentada por las carreteras de Galicia durante las últimas décadas ha coincidido con una notable reducción en el número de atropellos de peatones, que era -y sigue siendo- la especialidad de este país en materia de accidentes de tráfico. Cierto es que cada día va quedando menos gente a la que arrollar en el campo, pero eso no invalida la ecuación. A mejores carreteras, menor probabilidad de siniestros.

Aunque no puedan conducir por nosotros, quizá les correspondiese a los gobernantes hacer algo por su cuenta para preservar la vida y la salud de los automovilistas. Bastaría que suprimiesen, por poner un ejemplo, la célebre -y fúnebre- curva de Mos en la autovía de Vigo a Madrid para rebajar en al menos un centenar anual la estadística del número de choques, a menudo con consecuencias letales. Y quien dice esa curva, podría decir también cualquiera de las decenas de "puntos negros" en las carreteras, así llamados por la facilidad con la que propician el luto.

Acaso no haya dinero para esos arreglos, o tal vez las dificultades técnicas resulten insuperables. Quien sabe. Lo que sí conocemos -porque ya lo anunció en tono agorero el jefe de Tráfico- es el número de automovilistas que va a morir en este puente. Resignación, pues.

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