Hombre de extensa elocuencia, que gustaba del lenguaje barroco cultivado en los cuarteles de la milicia donde aprendió el oficio de letrado y también latín, Antonio Cascante había superado su primer infarto a golpe de entusiasmo, tanto, que fundó una asociación de enfermos cardiacos de Galicia Sur. Pero también de miedo, miedo a que le arrebataran el alma mientras dormía. Lo comentaba cuando recordaba aquella estancia de peregrino en el convento de las monjas Carvajalas. Hombre dado a la conversación y a interesarse por todo, preguntó a las monjas la razón de sus rezos. Ellas le contestaron: "Para que no venga nadie a arrebatarnos el alma". Tomó nota y lo recordó cuando su doctora poco menos que le echó a cajas destempladas del consultorio cuando acudió a solicitar el alta. "¡Usted no sabe todavía lo que le ha pasado!" A partir de ahí se convirtió en un activista del corazón. El tiempo que había decidido quitarle al trabajo se lo entregó al colectivo que había fundado.

Acudía con más frecuencia a la sede de FARO DE VIGO en Cangas para presentar sus ideas. Tenía mil y una. Él era una tormenta de ideas, algunas le causaron disgusto. Recuerdo cuando mantuvo ardua disputa con miembros del equipo médico del Servicio de Rehabilitación Cardiaca del Álvaro Cunqueiro por su empeño en realizar una excursión a O Facho con los miembros de su colectivo. Este verano regresó de sus vacaciones en el sur exaltando el valor de la amistad. Un amigo suyo le había puesto a régimen estricto mientras disfrutaba del descanso estival.

Antonio Cascante era un hombre que llevaba siempre prisa, pero al que la vida le cogía en plena conversación. Llegaba, se levantaba, volvía a sentarse. Se movía inquieto mientras se mesaba los cabellos, que ya se habían poblado de canas, comía demasiadas veces a deshoras y hablaba con entusiasmo de su trabajo. Cayó en la sala con la toga puesta. Él no lo hubiese querido así, quería ser ejemplo para los enfermos de corazón. Y el mejor, hubiese sido vivir.