Surfear el alzhéimer sin perder la sonrisa

Manuel Sobreira, profesor de la UVigo, relata en una emocionante carta en FARO la experiencia con su madre y anima a otros cuidadores a sobrellevar la situación y a cuidarse

Manuel Sobreira y su madre, Elisa, celebrando el cumpleaños del primero hace unos días.

Manuel Sobreira y su madre, Elisa, celebrando el cumpleaños del primero hace unos días. / Cedida

Sandra Penelas

Sandra Penelas

Elisa olvida las visitas diarias de su hijo, pero no sus incontables besos llenos de cariño ni cómo le acaricia y le pone crema en las manos, un mimo que le encanta. Desde la llegada del terrible diagnóstico, Manuel Sobreira surfea el alzhéimer de su madre intentando adaptarse a cada ola que le envía el océano de la vida con alegría. Hace unos días, FARO publicaba una emocionante carta en la que relata su experiencia y con la que pretende animar a otros cuidadores como él a sobrellevar la situación y, sobre todo, a cuidarse para poder navegar el siguiente embate.

Manuel, profesor de la escuela viguesa de Ingeniería de Telecomunicación desde sus inicios y experto en acústica, revela que fue su psicólogo, Daniel Novoa, el que envío al periódico el texto que había escrito siguiendo su recomendación y en el que compara sus vivencias con el deporte que práctica desde hace algunos años. “Ya soy un surfero mayor”, reconoce entre risas, “pero quiero seguir ahí todo lo que pueda”. “El surf me enseña a leer la vida de otra forma y es mi manera de llevar esto. Ir al mar y quemar mucha energía”, relata.

Manuel no oculta la dureza que supone compartir con su madre “un final muy largo y cruel” , pero ha optado por que cada momento compartido con ella sea de felicidad. “Me duele su sufrimiento. Se pasa muy mal. Tienes que remangarte e ir a verla con mucha energía porque es agotador ver cómo pierde la memoria y que tú eres su depositario. Lloro muchas veces. Sales de allí diciendo ‘qué putada’. Pero la vida es cruel y lo que hay que hacer es que la realidad de mi madre ahora sea la mejor posible. E intento hacerlo todo divertido, repetirle las cosas mil veces, seguirle la corriente y echarme unas risas si dice algo gracioso. Ella no entiende por qué me río, pero me mira y se ríe. Y entonces es genial”, relata.

Elisa tiene 86 años, fue diagnosticada hace casi dos años y vive en una residencia donde Manuel la visita cada día. Su hermano reside en A Coruña y se desplaza todo lo que puede, pero él es “el cuidador en primera línea”. “Los momentos iniciales fueron durísimos. Yo me arrepiento de mis enfrentamientos con ella. Hay muchos conflictos porque su raciocinio está intacto pero falla la memoria. Te pone en cuestión, discute porque cree que fuiste tú el que te olvidaste de dejarle las pastillas... Y tú también te cansas. Y necesitas una orientación”.

"Necesitas el apoyo y la visión de un profesional"

Tras ponerle la “etiqueta” a la enfermedad de su madre, Manuel agradece “el antes y después” que marcó la ayuda de la doctora Águeda Rojo, jefa de la Unidad de Psicogeriatría del área sanitaria. “Ahí empezó a cambiar todo. Me dio pautas para poder enfocar esto y una de ellas fue que el cuidador necesita cuidados, necesitas tus tiempos y tus descansos. Y sin arrepentirte, porque es agotador”, subraya.

La enfermedad de su madre también ha coincidido con otras situaciones personales difíciles y ha optado por recurrir a un psicólogo: “Mi forma de aproximarme es la que reflejo en la carta, con alegría, sacando momentos de humor todos los días y sin caer en el drama nunca. Pero siempre necesitas el apoyo y la visión de un profesional. Mi forma de entender la vida, mis amigos y el deporte me funcionan como terapia pero una vez al mes me reúno con él para poder llevarlo todo”.

“Tengo 57 años y mis amigos también tienen a sus padres, pero no puedes estar dándole la matraca siempre. Lo que buscas es tomarte unas cañas y echarte unas risas. Solo un profesional te va a decir que esto es muy duro, sin condescendencia, y que hay que asumirlo. Esto no lo puede llevar uno solo”, insiste para que otros cuidadores busquen ayuda.

La enfermedad de su madre, natural de Santiago y, antes de que él naciese, enfermera en el Concheiro, le ha permitido descubrir episodios sobre ella y de su vida que desconocía: “Le cuento cosas y le llevo fotos antiguas, incluso de cuando era niña. Así supe que, antes de casarse, iba a pasar los veranos con mi tía a Vilagarcía. Tiene otra sobre una Vespa y cuando le digo que estaba muy guapa con aquellos vestidos de los años 50 se ríe y me dice que sí. Sigue siendo supercoqueta y le encanta. Todo es muy difícil, una auténtica locura. Pero intento rescatar su vida, darle valor”.

Escenas graciosas, pero también "duras y crueles"

“Cuando pasan la fase inicial se vuelven muy tiernitos y mi madre ahora mismo está muy achuchable. Y es muy curioso el tema de la memoria espejo que cuento en la carta. Creo que aprendió que cuando voy allí es para pasar un rato de risas y recuerdos. Y procuro buscar anécdotas graciosas, momentos simpáticos y forzar esa memoria”, comenta.

Hay encuentros graciosos como el de hace unos días cuando Manuel llevó unos pasteles con velas para celebrar su cumpleaños, pero también escenas “duras y crueles”. “Cuando escribí la carta dudaba si llevarla por el surf o el mundo de Chaplin. La manera de aproximarse a ellos es como si fuesen niños otra vez y esto tiene un punto tragicómico como sus películas. Mi madre pregunta muchísimo por la suya, sin embargo, no se acuerda de que mi padre también falleció. Y una de las veces que preguntó dónde estaba mi hermano le dijo que en el cementerio. Y ella contestó ‘Ah, no sé qué vida hará allí’. Vas navegando, pero es muy difícil entender las enfermedades mentales y adaptarte”, reconoce.

Cada día acude al encuentro de su madre con incertidumbre: ”Es el proceso inverso a cuando tienes un hijo. Fallas un día y te encuentras con que ya hace una cosa más. Con ella, igual es una cosa menos. Estuve una semana en Cuenca en un congreso y ya estaba intranquilo. Su deterioro es muy rápido. Tiene baches, semanas mejores y otras peores. Y uno de los miedos es el día que llegue y no me reconozca”.

Pero mientras no llega esa ola, Manuel intenta transmitirle felicidad a su madre y hace fotos y graba vídeos de sus encuentros. “Hay que surfear, buscar ese camino que les hace bien y no les produzca demasiada tristeza. Un día me dijo que no podía pensar tan profundo porque le ponía triste. Lo que yo detecto es que de la mera presencia sin más no se acuerdan, pero sí de la emoción porque son muy sensibles. El tacto y el cariño sí les llega y me quedo con este tiempo que la estoy acompañando”.

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