Cuando inicié mi carrera profesional, allá por finales de los setenta, a la vanguardia arquitectónica local le preocupaba un comino demoler los viejos y anticuados edificios decimonónicos y sustituirlos por obras "de impacto" en hormigón visto brutalista en pleno Policarpo Sanz.

Como un castillo de naipes caían el Rubira, el Odeón, el Tamberlick? El Teatro García Barbón y El Moderno se salvaron por pura chiripa. La defensa del legado patrimonial arquitectónico era inexistente. La única voz que se alzó ante la infame demolición del Rubira (para oprobio del colectivo de arquitectos) fué la de un periodista de FARO DE VIGO: el recordado Bene.

Pero en medio de este desolado escenario apareció un francotirador en solitario. Un arquitecto atípico que, a contracorriente, clamaba en el desierto por la conservación del legado de aquellos colegas anticuados y casposos de los que hasta se había olvidado el nombre.

A nadie le importaba que se pretendiese demoler la antigua cárcel de la calle de El Príncipe. Es más, nos parecía moderno y progresista que el propio Bofill proyectase, en su lugar, una plaza mediterránea con palmeras.

Pero el francotirador solitario era tenaz, y poco a poco, su mensaje fue calando, ¡incluso en el colectivo de arquitectos! que ya es decir. La cárcel oprobiosa, gracias a su terquedad misionera, se salvó de milagro, y llegó a convertirse en Museo de Arte.

Y también gracias a él, sucedió el prodigio de que arquitectos recién llegados a la ciudad, como era mi caso, nos diésemos cuenta que valía la pena gastar algo de nuestro tiempo en la labor (no remunerada) de estudiar la arquitectura viguesa del pasado.

Y fue así como, de la mano del sheriff de "Solo ante el peligro", empezamos a escandalizarnos de los dislates patrimoniales sucedidos en aquellas décadas en las que ni a los propios arquitectos les interesaba la conservación de su pasado.

Para mí, la figura de Jaime Garrido fue todo un referente personal. Su tenacidad próxima a la terquedad inspiró mi vocación por investigar aquella arquitectura anticuada que tan poco parecía interesar a mi propio colectivo.

Así recuperamos a Jenaro de la Fuente Domínguez, y a Michel Pacewicz Durand? Y a tantos otros cuyo legado y su nombre hubiese caido en el más absoluto de los olvidos.

Dentro del Instituto de Estudios Vigueses nos sentimos más cobijados y unidos. Ya no estábamos tan solos.

La situación actual, oscilante entre demoliciones incomprensibles (Cluny) y un proteccionismo a veces excesivo, no es para tirar cohetes. Pero si algo hemos progresado, se debe en enorme proporción a la figura de Jaime Garrido. Una figura a la que no me cabe duda que el paso del tiempo dará su verdadera dimensión.

Allá por los setenta, en solitario y a la contra, Jaime Garrido vivió la que fue "su hora mejor".

Yo ya le echo de menos.

*Dr. Arquitecto, Instituto de Estudios Vigueses