Fiel a la estela de los grandes exploradores, Olimpio Pérez Castro paladea sus expediciones a la selva a través del papel. En la espesura de la jungla de Roraima o sobre las inescrutables aguas de río Negro inocula sensaciones, vivencias, ideas; con el tiempo las macera y -ya templadas- les da forma sobre el folio. Mide la adrenalina con que llena cada palabra. Y encadena pensamientos sin importarle a dónde le arrastren sus conclusiones. Material tiene de sobra. A lo largo de la última década -entre los años 2000 y 2011- este ingeniero vigués ha viajado en 15 ocasiones a la Amazonía. Sus expediciones duran 20 días, se desplaza siempre en grupos pequeños -con compañeros ya curtidos en la selva, como él- y aprovecha las jornadas para ampliar sus conocimientos sobre la inmensa cuenca que cerca los 7.000 km del río más caudaloso del mundo. Castro ultima ahora una serie de publicaciones en las que volcar sus cuadernos de viaje.

Su fascinación por el Amazonas brotó tras una primera visita al río en 1995. "En aquella ocasión entré en el río por Belén do Pará y Santarém, en Brasil, aunque la zona que más me gusta es la central. ¿Por qué vuelvo ahora? Supongo que por el mismo motivo que lleva a los alpinistas a subir a las montañas: por pasión", explica Castro. Ese "flechazo" le animó incluso a involucrarse en un proyecto para abastecer de luz y agua a poblaciones de la Amazonía a través de paneles solares. "Aunque está rodeado de agua, en aquella región hay muy poco suministro potable", comparte con incredulidad. Es una de las contradicciones de una región "a dos tiempos", en la que -anota el vigués- conviven a poca distancia urbes de industria puntera con poblados que viven de la caza.

"En Europa está todo invernado; puedes seguir la evolución de un paisaje durante 10 años y verás que apenas ha cambiado nada. En el Amazonas, sin embargo, se dan todas las velocidades que te puedas imaginar... Es como una olla a presión", reflexiona Castro. Un ejemplo ilustra su asombro: Manaos -con un metrópoli de 2,5 millones de habitantes- crece a un ritmo del 10% anual y acoge un polígono industrial capaz de desarrollar, en palabras del ingeniero olívico, "una tecnología brutal" con 110.000 trabajadores. A escasos kilómetros resisten poblados que usan frágiles canoas de madera para cruzar caudalosos ríos.

La constatación de esa realidad marcó a fuego la filosofía del vigués. "Nuestros viajes son poco convencionales; intentamos que discurran siempre lo más apegados posible a la realidad", explica el ingeniero. Ese deseo de dialogar "de tú a tú" con la jungla no está exento de peligros. Uno de los miembros de la expedición contrajo en una ocasión el dengue -una grave enfermedad infecciosa transmitida por mosquitos- y el propio Castro padeció varias virosis; la más grave de ellas lo postró en cama con más de 41º de fiebre. "Estuvieron a punto de repatriarme; estaba completamente noqueado". Y es que, alerta el vigués, "lo más peligroso son las criaturas pequeñas; cuanto menor es su tamaño, mayor el riesgo que suponen". Sus compañeros habituales de expedición son Manolo Babío y Guillermo Atán.

"A mí me horroriza adentrarme 50 metros en la selva sin un guía local" -reconoce Castro- "No sabes qué tocar, dónde puedes encontrar plantas urticantes, espinas venenosas, arañas... Incluso las hormigas pueden hacerte desaparecer si permaneces inconsciente". Ese miedo no es exclusivo de los extranjeros. Castro revela que incluso uno de los fantasmas que aterra a los indígenas es la idea de perderse en la jungla. "Hay peligros a cada minuto; además aquello es un caldo creador y ni ellos mismos son capaces de conocerlo todo".

En otras ocasiones los riesgos son mucho más palpables. Casi titánicos. El ingeniero vigués recuerda con especial alivio una travesía por el río Madeira a bordo de una lancha de dudosa estabilidad y desprovista de remos o salvavidas. "El río se llama así por los inmensos troncos que arrastra su caudal, tan grandes que muchas embarcaciones colisionan con ellos y se hunden. Esos troncos y ramas era precisamente lo que veíamos desde la lancha... Después recapacitas y te das cuenta del auténtico peligro que corriste". Entre sus experiencias se cuenta también acompañar a los nativos en sus incursiones nocturnas en la jungla para cazar -otra de las pasiones de Castro y que ocupa parte de sus viajes-. "Son muy duras; recuerdo, por ejemplo, seguirlos para arponear pequeños cocodrilos" -señala- "Su carne está muy buena... Tiene un sabor similar al del rape".