“Una niña de dieciséis años tenía las mejillas rosadas y se ponía colorete”. Esta tendencia a rizar el rizo, a recargar el aspecto hasta lo ridículo y lo hortera, es algo de lo que se peca a veces en la interpretación de la música. Destacar el sonido de las cuerdas hasta lo pomposo, herencia de la ampliación orquestal de la segunda mitad s. XIX, es algo que funciona bastante bien para emocionar al personal al hacer pensar que está siendo partícipe de algo realmente “bonito” y elegante. Ahora (desde no hace tanto), que aplicar esos criterios interpretativos y orquestales a la música barroca es prácticamente un tabú (desgraciadamente, que Karajan también tenía su puntito), no puede decirse de lo mismo de muchas de las interpretaciones de música del clasicismo y de principios del XIX. Orquestas como “Il pomeriggi musicale” se salvan de ésto. Aunque con una plantilla ligeramente más reducida de lo “habitual”, el director Giancarlo de Lorenzo logra en “La gruta de Fingal” una interpretación llena de matices, con un perfecto equilibrio sonoro entre cuerda y viento. Entre esa bruma marina que Mendelssohn pretende evocar en las cuerdas llega a escucharse hasta los soplidos del clarinetista limpiando de saliva su instrumento. La melancólica melodía (el segundo tema) que se reparten el fagot y el cello suena casi como si tuviésemos a los instrumentistas tocando en el salón porque Lorenzo sabe convertir el grueso sonoro orquestal no en un muro, sino en papel cebolla.

El violoncelista Umberto Clerici se vio favorecido por este motivo en el “Concierto para viloncelo y orquesta en La menor” de Schumann. Esta obra, más que intentar explorar todos los ángulos desde los que puede frotarse las cuerdas con el arco, parece inspirarse en la oralidad y en la voz humana. De una delicadeza extrema y una gran proyección, los pianísimos de Clerici no se difuminaban ni ensordecían entre el fondo orquestal. Si demostró su habilidad mostrando en esta obra su poder “declamatorio”, exhibió la buena salud de sus dedos en una suite de Gaspar Cassadó que tocó como Bis.

Se escuchó también la corta obra “Il sogno”, del compositor italiano Enrico Marocchini, que aun con un lenguaje musical “moderno”, no renuncia a la eufonía ni a la seducción del tímpano (una suerte de post-impresionismo). Se completó la velada con la Sinfonía “Italiana” de Mendelssohn.