Es difícil hablar de don Manuel Fraga Iribarne, elegido cuatro veces consecutivas presidente de Galicia con mayoría absoluta, y relevado a la quinta tras una victoria por gran minoría, pero insuficiente, que le costó dar paso a Emilio Pérez Touriño, del PSdeG/PSOE, al frente de una coalición con los nacionalistas del BNG. La dificultad principal para hacerlo deriva de que en la suya se unieron, sobre todo durante su mandato aquí, varias personalidades diferentes en un solo hombre. Nunca dejó de ser autoritario, incluso más que eso, pero a la vez acertó a convivir en sí mismo con aquel de quien dijo Felipe González que "le cabía el Estado en la cabeza". Y para eso es necesario saber dialogar, aceptar el punto de vista de otros aún sin compartirlo y lograr un encaje de diferencias que nunca consideró insalvables o, al menos, demasiado lejanas como para no poder llegar a acercarlas.

Como otros líderes tan importantes como él, todo eso se forjó en uno de los peores yunques de cuantos pueden resistir los políticos de casta, que es el de las derrotas. Primero, las de sus sueños de conversión de la España de Franco -en la que creyó y con la que colaboró- en otra cosa; un intento durante el que incluso hubo de aceptar la cesión a otros de su concepto de renovación y progreso durante el bautismo, hace ya muchos años, del llamado "espíritu del 12 de febrero", un tímido amago de apertura, fallido pero cuya autoría intelectual le valió -como la posterior ley de Prensa- la desconfianza de Franco.

Maduró en el conocimiento práctico de la democracia en Londres, a donde le envió aquella desconfianza y de donde regresó cuando el general ya era historia. Convencido de que ninguna transición a las libertades políticas sería posible sin orden público, fue llamado por Arias Navarro, primer jefe de Gobierno de la restaurada Monarquía, asumió la responsabilidad en tiempos tormentosos, durante los cuales todos los problemas endémicos y actuales de la España que nacía -terrorismo, carlismo, ultraderechismo, radicalismo sindical y, sobre todo, desorden-, y no supo ni pudo hacerse con las riendas ni siquiera cuando dijo aquella frase -"la calle es mía"- que a veces negó. Pero le persiguió, como los recuerdos de Montejurra y los muertos de Vitoria. Aquellos incidentes le marcaron tanto o más que su pasado como ministro de la dictadura, le privaron en la transición del liderazgo que siempre creyó que le pertenecía -"la mayoría natural" que para él formaba el centro derecha- y lo empujaron a errores electorales que lo hicieron permanente jefe de la oposición sin posibilidad real de llegar otra vez al Gobierno y, menos, a su jefatura.

Todo aquello, como dijo una vez en entrevista al autor de este trabajo -y publicada en FARO DE VIGO- fue, de alguna manera, un ejercicio, un largo ejercicio y a veces doloroso ejercicio, de preparación para mi venida a Galicia". Una preparación "seria porque, mi querido amigo, Galicia no toleraría jamás a quien no la tomase en serio".

Por eso, probablemente, encajó tan bien su personalidad de hombre de Estado al frente de lo que, cuando llegó, apenas era Comunidad casi recién nacida aunque reconocida ya por la propia Constitución como "nacionalidad histórica". Por eso Fraga, que desde el primer momento de su carrera política en su Terra Nai, se presentó como un "galego coma ti", y manejó desde el primer momento su lengua natal y articuló desde aquí, y para el conjunto de España una serie de tesis políticas de largo alcance, algunas de ellas quizá por su audacia, rechazadas por sus compañeros del PP estatal en un congreso en Madrid y ahora desarrolladas por gabinetes de distinto origen como "Autoidentificación", "Representaciones autonómicas en Europa para defender en nombre de España asuntos que le son propios", "Conferencias periódicas de presidentes", reforma del Senado para hacer de él una Cámara de las Autonomías auténticamente útil... Nunca hasta entonces, ni probablemente ahora, Galicia tuvo tanto peso doctrinal en el conjunto del Estado.

Los mandatos de Fraga en Galicia se podrían dividir en dos fases: la primera, que comprendería las tres legislaturas iniciales, se caracterizó por choques dialécticos directos entre la mayoría del PP y las minorías de PSOE y BNG, sobre todo y el proyecto y desarrollo de importantes infraestructuras, especialmente las autovías y mejoras en puertos y aeropuertos, así como en comunicaciones internas que acortaron distancias en kilómetros y tiempo y determinaron, con ayuda de fondos europeos utilizados también en otro tipo de obras muy criticadas por la oposición, una auténtica transformación del país.

La segunda parte, la parte final del largo mandato de Manuel Fraga, su última legislatura en el poder, tuvo un nombre: el "Prestige", un viejo petrolero que, tras estrellarse ante Muxía y verter su carga en la costa, fue remolcado a alta mar y allí hundido. El naufragio significó un cambio absoluto; la sensación en Galicia de abandono por parte del Estado tras unas primeras horas caracterizadas por la carencia de medios adecuados para recoger el vertido y la larga ausencia del presidente Aznar -que solo visitó la zona cuando el problema había sido atajado-, la reacción del Gobierno centrando en A Coruña, bajo la autoridad de su vicepresidente Mariano Rajoy...

Y el efecto, político, peor: la ruptura de lo que pudo ser un acercamiento entre el PP y el BNG -una especie de "compromiso histórico" que se dibujó entre Fraga y Beiras en la última investidura del presidente y quedó sin efecto por el naufragio- y una moción de censura a la que el líder del BNG se oponía pero que defendió en el Parlamento tras ser aprobada con mayoría por la dirección del Bloque.

El "caso Prestige" devolvió a la oposición a la calle, y la fractura no solo afectó a la política sino al conjunto de la sociedad gallega, multiplicando así los daños.

Pero entre los afectados estuvo también y directamente el PPdeG, donde se abrió una brecha -personalizada en José Cuiña- entre los partidarios de salir a la calle con las demás fuerzas políticas "en defensa de la costa gallega", que fue el matiz que justificaba una manifestación que se hacía contra el Gobierno de Aznar, y la mayoría del partido que, con Fraga a la cabeza, rechazaba la postura de ir contra un gobierno amigo. "No es serio", dijo Fraga en un Consello de la Xunta tormentoso en el que hubo choques dialécticos entre sus miembros y que selló el fin de la carrera política de José Cuiña, cesado -u obligado a dimitir- poco tiempo después, tras un affaire prefabricado, explotado por la oposición y utilizado por los muchos enemigos internos del hasta entonces todopoderoso conselleiro de Obras Públicas.

Pero el "Prestige" y los conflictos internos marcaron también el fin de Fraga. Envejecido y desgastado su carisma, dijo verse obligado a intentar por quinta vez la Presidencia y falló. Por poco, pero suficiente para poner fin a lo que bastantes consideran la "era prodigiosa".