España se despertó con una goleada reparadora que le permitió sonreír, preparando el viaje el lunes para Copenhague donde se medirá, como segunda de grupo, a Croacia el lunes en los octavos de final de la Eurocopa, un torneo que se resiste a abandonar. El gol de Claesson, el delantero sueco, en el tiempo añadido le quitó el primer puesto porque sorteó a la Polonia de Lewandowski (3-2).

Pero tras dos encuentros frustrantes, metió mano Luis Enrique en la selección y le salió de maravilla. Valiente como es, introdujo hasta cuatro cambios (Azpilicueta por Llorente, Èric García por Pau Torres, Busquets, el cambio de verdad, por Rodri, y Sarabia por Dani Olmo) para reactivar a un grupo que estaba deprimido. De pronto, y pese a fallar un penalti, pudo el técnico descorchar a una selección que necesitaba algo así. Que corriera el cava y botara el público de La Cartuja. Bendito fútbol.

Pese a todo, una tarde tranquila. Con mal inicio (falló el penalti de cada día), pero sintiéndose feliz alrededor del balón, con Busquets tejiendo sociedades llenas de complicidad con Pedri y Koke, acabando Morata siendo sustituido, con La Cartuja puesta en pie, aplaudiéndole. Una tarde de reconciliación, bebiendo cava sin parar y un estadio gritando cada pase con olés como si estuviera en el albero de La Maestranza.

Tenía la España de Luis Enrique un engañoso aire trágico. O, tal vez, sería más adecuado subrayar la España de Morata, un delantero que transmite fatalidad en cada una de sus acciones. En la revolución de Luis Enrique solo la portería se mantuvo al margen. Alteró el 50% de la defensa colocando a Azpilicueta en la banda derecha, situando a Èric García como central diestro y desplazando a Laporte a su rol natural en la izquierda, con el intocable Jordi Alba. Volvió Busquets y con él retornó la presión, el orden, el criterio y, sobre todo, la inteligencia para liderar a un equipo que rescató la autoestima.

Con Busi, todo fluía. Y hasta Pedri vivía mejor, mientras Gerard Moreno, delantero afilado, dinámico y, especialmente atrevido, se movía por el costado izquierdo del ataque. Parecía que Gerard flotaba. Y con Azpilicueta percutiendo con menos intensidad que Marcos Llorente, un sorprendente suplente, pero con mucho más peligro por el ala derecha. España jugaba bien. No cuesta nada decirlo. Pero igual de bien que jugaba igual de mal remataba al inicio.

Y eso que el partido se le puso con aire a favor, en teoría, bajo el sol abrasador que derretía el asfalto que rodea a La Cartuja, un estadio deshabitado en medio de la nada, lejos del corazón de Sevilla, al otro lado del río Guadalquivir. Quemaba el asfalto y dañaba, todavía más, la indigna hierba de un campo indigno, al que la selección dio brillo con su fútbol. A Luis Enrique, al menos, le salió bien el profundo y arriesgado cambio que acometió en La Roja vestida de blanco. Lo más cercano posible al Madrid que verá el madridismo en el universo del asturiano.

Tras el penalti errado, otro festival de juego y goles, aunque necesitó, eso sí,que Dubravka, el meta del Newcastle, transitara de héroe de su país (paró el tiro de Morata)_a jugador maldito por marcarse el 0-1. Más que un portero pareció un pívot de baloncesto palmeando el balón en la canasta. A partir de ahí, el sello más culé de la selección (Busi, Alba, Pedri y Èric García, el nuevo) unido a Koke y Gerard Moreno permitieron al ‘francés Laporte’ cabecear el 0-2, que hizo enloquecer a Luis Enrique bañado en cava después de que su revolución diera un aire más racional y cohesionado a una inteligente España. Los goles llegaron, al fin, como consecuencia del buen juego. Fue paciente y atrevida a la vez, presionando y desfigurando a Eslovaquia, a la que hizo parecer una broma. El lunes, Croacia. Antes, sonrisas.