El golpe que nació en una cervecería

Se cumplen cien años del fallido Putsch de Hitler contra la República de Weimar

Hitler y sus seguidores, en la cervecería del Putsch.

Hitler y sus seguidores, en la cervecería del Putsch. / FDV

Los últimos días del verano de 1923, con una economía dañada, un alto índice de desempleo, una inflación galopante y una situación política al borde del colapso, los rumores de un Putsch (golpe de Estado) en Alemania eran cada vez más insistentes. Adolf Hitler se había convertido en el líder político de las fuerzas de extrema derecha y de las organizaciones paramilitares que se manifestaban con violencia en las grandes ciudades. A finales de octubre los rumores para derrocar la república de Weimar se hacían cada vez más insistentes. Para Hitler había llegado la hora de dar un golpe de Estado, convencido de que el ejército se uniría a la iniciativa. El día 8 de noviembre, hace ahora cien años, decidió anunciar un Putsch desde un lugar estratégico de la ciudad de Munich, la cervecería Bürgerbräukeller, situada en una suave colina a orillas del río Isar, a un kilómetro de la plaza de Mariemplatz, el centro de la ciudad. La cervecería, con capacidad para unas tres mil personas, ocupaba un edificio con jardines rodeados por un muro de piedra. Los gobernantes de Baviera convocaron allí un acto político para evitar que Hitler organizara el golpe de Estado desde Munich. Al acto acudieron banqueros, hombres de negocios, directores de periódicos, algunos políticos y varios oficiales del ejército, entre ellos Hermann Göring y Rudoff Hess. Hitler llegó en un Mercedes rojo. Su guardia armada y los hombres de las SA transportados en camiones rodearon el edificio, bloquearon las salidas y a la puerta del principal salón de la cervecería montaron una ametralladora apuntando al público. Cuando el gobernador de Baviera Gustav von Kahr estaba en el uso de la palabra, Hitler se abrió paso entre la multitud y después de tomarse una cerveza y estampar la jarra contra el suelo, se subió a una silla y ordenó a uno de sus hombres que hiciese un disparo al techo con su pistola. Cuando se hizo el silencio, desde lo alto de aquella silla a la que se había encaramado, Hitler gritó: “¡Ha estallado la revolución alemana! ¡Esta sala está rodeada!”. A continuación, en una reunión privada informó a Kahr y a sus hombres de confianza, el jefe de la policía bávara Hans Ritter von Seisser y el general Otto von Lossow: “Ya está hecho y ahora no se puede deshacer”. Les ofreció formar un triunvirato que ostentaría el poder en el nuevo Gobierno de Baviera y les anunció que se suicidaría si su empresa fracasaba. Después, desde un estrado del salón volvió a dirigirse a la multitud. Ahora fue el propio Hitler quien tuvo que disparar su pistola al techo para imponer silencio. Informó que se estaba formando un nuevo Gobierno, que el general Luddendorf asumiría el mando del ejército y que se preparaba una marcha contra Berlín, a semejanza de la que Benito Mussolini había hecho sobre Roma un año antes. Las palabras de Hitler tuvieron un efecto electrizante entre la multitud, que aumentó cuando apareció el general Luddendorf vestido con su uniforme de gala de la Primera Guerra Mundial y su casco puntiagudo. El general, el triunvirato Seisser-Lossow-Kahr y el propio Hitler se dirigieron a la multitud desde el estrado del gran salón de la Bürgerbräukeller con un discurso revolucionario. Cuando los líderes terminaron sus intervenciones, el salón quedó desierto.

El Putsch estaba en marcha. Hitler daba órdenes a sus hombres, al mando de Heinrich Himmler, para que tomaran la Reischwehr, sede del Ministerio de Defensa en el Distrito IV y recogiesen tres mil rifles de asalto en el sótano de un monasterio en St. Annaplatz. Los golpistas ya habían ocupado varios puentes y la Reichswehr mientras repartían octavillas por toda la ciudad anunciando la creación de un gobierno revolucionario. Ante la alarmante situación, el triunvirato nombrado por Hitler dio marcha atrás y, con el argumento de haber sido obligados bajo presión, comenzaron a tomar decisiones para hacer fracasar el Putsch y a alertar a las unidades militares y policiales de la ciudad. Así que a partir de la medianoche el Putsch comenzó a dar muestras de desmoronamiento. Los esfuerzos para tomar las sedes de los organismos más representativos fracasaron.

La cervecería se mantuvo ocupada por las tropas de asalto que habían llegado con Hitler. Cientos de hombres armados vagaban por los salones y los jardines del edificio, buscando pan y alimentos para resistir. Se habían agotado hasta las cervezas (la dirección de la Bürgerbräukeller presentaría a la organización del acto una factura de varios millones de marcos). Por la mañana, Luddendorf, que se había retirado a descansar a su casa, regresó vestido de civil y dio una orden: “¡Marchemos!”. Su intención era liberar a sus hombres, atrapados en el cuartel general de la Reichswehr. A las 11, dos mil hombres armados que lucían un brazalete rojo con la esvástica en uno de sus brazos, salieron exhaustos de la cervecería formando en columnas para recorrer las calles de Munich en una manifestación encabezada por Hitler, Göring y Luddendorf y animada por una banda de música. Superaron un primer bloqueo de la policía. Cuando llegaron a Marienplatz, parte de la multitud los acogió con aplausos y gritos de apoyo y muchos se unieron a la marcha, que siguió hacia el cuartel de la Reichswehr. Pero esta vez la policía cargó con contundencia. Se desató un tiroteo que causó dieciocho muertos entre manifestantes y policías. Hitler terminó con un brazo dislocado, Göring herido de bala en un muslo y Luddendorf, que se había echado cuerpo a tierra, se entregó al oficial al mando de la policía. Cuando se disolvió la marcha las fuerzas del orden detuvieron a cientos de golpistas. La revolución había durado menos de veinticuatro horas. Para el historiador Thomas Childers, el Putsch fue “una ópera bufa dirigida por un diletante alucinado que se creía alguien”.

Hitler, que había huido de la manifestación, no fue detenido hasta el día 11, cuando la policía lo encontró escondido en una villa al sur de la ciudad. Fue trasladado a la prisión de Landsberg, a sesenta kilómetros de Munich. En el juicio, Luddendorf fue absuelto, a Hitler se le impuso una condena de cinco años (quedó en libertad el 20 de diciembre de 1924) y los demás acusados fueron liberados a los seis meses. Cuando todos pensaban que el juicio significaría el fin de su carrera, Hitler lo convirtió en una plataforma para expresar sus ideas políticas y en un instrumento de propaganda que iba a resultarle muy rentable. Fue durante aquellos meses en la cárcel cuando escribió “Mein Kampf”.

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