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Marie Mignet y los lobos

Caperucita y el lobo, por Paul Gustave Doré.

Cuando nació mi hija mayor, pasaba horas absorto junto a su cuna. Me parecía de porcelana, tan delicada que la más mínima corriente podía agrietarla. Se me sobresaltaba el corazón si acaso creía percibir una mínima vacilación en su resuello. Ese vértigo, pese a la experiencia, no se me remedió con su hermana. Habría querido proteger a las dos en una urna de cristal. Ocultarlas de cualquier maldad y peligro. Aún las siento hoy como un milagro que en cualquier instante se desvanecerá si me despisto.

Jamás cortamos del todo el cordón umbilical ni perdemos el miedo. Mi madre sigue inquietándose cada vez que toso y sospecha que me han despedido cuando descanso tres días seguidos. A ella le gustaría que aún fuese aquel mocoso berrinchudo que corría a cobijarse en su regazo. Sus caricias me consolaban de cualquier disgusto. En brazos de mi madre se me disipaban las tormentas. Todos los personajes de sus cuentos acababan comiendo perdices.

A los padres nos gusta, en suma, que el cazador aparezca en el último instante y le raje el vientre al lobo para salvar a Caperucita y a su abuela. O que ellas lo cuezan en una olla con agua hirviendo tras atraerlo a la chimenea. Los hermanos Grimm escribieron estos dos finales. Las familias alemanas luteranas o pietistas se serenaban así alrededor de su propio hogar, conjurando las amenazas mediante ese fuego. Sus niños conciliaban después el sueño sintiéndose a salvo, sujetos a estrictas reglas morales de castigo y retribución.

A Caperucita, sin embargo, la había imaginado casi dos siglos antes Charles Perrault. Este cortesano francés se concentró en la educación de sus cuatro hijos tras haberse quedado viudo. La Bella Durmiente, Barba Azul, El Gato con Botas, Cenicienta o Pulgarcito nacieron de su pluma. Rosa Tiziana Bruno cuenta cómo Perrault condensó en Caperucita el mundo rural del siglo XVII: el frío en aquella Pequeña Edad de Hielo, la artritis de los ancianos y la costumbre de dormir juntos para confortarse, las calóricas tortas con mantequilla en la cesta, la caperuza ya pasada de moda pero todavía vigente en la infancia... Sobre todo la oscuridad insondable de los bosques y el pánico a los lobos. La creciente población había comenzado a invadir su ecosistema y los ataques proliferaban, transmitiéndose con horror entre los paisanos.

Su Caperucita no se salva. El lobo suplanta a la abuelita y la engulle de un bocado, tan grande es. Punto. Perrault retrataba su tiempo. La “bestia de Bailleau” había devorado a 22 jóvenes. En los bosques de Yveline habían muerto 37. Adquirió especial popularidad la figura de Marie Mignet. A aquella pastorcilla de 11 años la acometieron los lobos mientras guardaba su rebaño a pocos kilómetros de Versalles. En la iglesia de Saint-Jean-de-Beauregard solo pudieron enterrar su cabeza.

Hoy nuestros hijos crecen con relatos de final feliz. Pretendemos prolongar a toda costa esa promesa. Lo cierto es que no podemos protegerlos de la realidad y ni siquiera debemos intentarlo. La paternidad también consiste en ese doloroso proceso de desprendimiento: el de aceptar que estas hechuras nuestras son seres autónomos que han de herirse y cicatrizar, equivocarse y aprender, entristecerse y enjugar las lágrimas. Hay lobos de los que cuidarse porque nadie los rescatará, como a la pobre Marie Mignet, y que acaso aducirían sus razones, como el hambre y la duda. No siempre nuestros hijos son los querubines inocentes de las historias. Ellos mismos ejercerán de lobos. Protagonizan sus cuentos en la misma medida en que actúan como secundarios en los de otros. Vivirán a la intemperie, aunque siempre podrán refugiarse en nuestro regazo para que les susurremos: “Colorín, colorado...”.

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