Un día cualquiera

Captura de Bahadur Shah Zafar II, últimoemperador mogol.

Captura de Bahadur Shah Zafar II, últimoemperador mogol. / Armando Álvarez

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Un día cualquiera de 1917, en una calle cualquiera de Delhi, la carretilla de un anciano cualquiera, desastrado y sordo, chocó contra uno de los escasos y preciosos coches que ya circulaban por la ciudad. Sobre la carretera quedaron desperdigados los ladrillos que el anciano acarreaba a las obras de la zona para ganarse el sustento. Del coche se bajó un empresario punyabí, visiblemente embriagado, y empezó a azotar al anciano con una fusta. Este soportó con resignación la paliza hasta que, ya airado, le rompió al empresario la nariz de un puñetazo.

Un día cualquiera de 2022, en una calle cualquiera, me he cruzado con ancianos como aquel. Guardan sus escasas pertenencias en ajadas carros de la compra, que empujan lentamente hacia el ocaso, y rebuscan en la basura. Cuando bajo al gimnasio, recorro la cola del comedor social. Hay madres desesperadas, maduros amargados, jóvenes desilusionados, que intentan eludir las miradas incómodas. Cada vez que visito a mis suegros, le doy limosna al gorrilla enjuto y cortés. Esa moneda me alivia la conciencia y me protege. Yo no soy como él. Jamás acabaré así.

Aquel anciano cualquiera de Delhi, relata William Dalrymple, acabó en el juzgado por golpear al empresario. En el estrado reveló su historia. Se llamaba Zafar Sultán. Era sobrino de Bahadur Shah Zafar II, el último emperador mogol. Su dinastía había gobernado el norte del Indostán durante tres siglos. Zafar era un joven soñador, asomado a una existencia lujosa, cuando un día cualquiera de 1857 estalló la rebelión de los cipayos contra la Compañía Británica de las Indias Orientales. El rumor de que los nuevos cartuchos estaban envueltos en grasa de cerdo y vaca soliviantó a aquellos soldados musulmanes e hindúes, que debían morderlos. Se prendió la mecha de los rencores acumulados. Los alzados convencieron al emperador, más interesado en la poesía que en la política, de que les proporcionase legitimidad, encabezándolos. Lo hizo a regañadientes, intuyendo que el mundo que tanto amaba iba a derrumbarse.

Fue aquella una guerra pavorosa, de masacres indiscriminadas en ambos bandos. Los británicos, expulsados de Delhi, no tardaron en regresar a bayoneta, bala y metralla. Al emperador lo confinarían en Birmania, donde falleció. Una veintena de los varones de la familia fueron ejecutados. Zafar Sultán pudo escapar durante el asedio, cargando a su madre ciega en un carro de bueyes. El conductor los abandonó de noche. Unos aldeanos, a cuya hospitalidad se habían acogido, mataron a su madre de un porrazo para robar sus pertenencias. Zafar recorrió los caminos durante semanas, ocultándose como un animal asustado.

Sobrevivió. Cambió de identidad. Se convirtió en faquir. Viajó a Bombay, La Meca, Karachi... Mucho después, transido de nostalgia, volvió a Delhi. Trabajó en la construcción del ferrocarril y ahorró hasta que pudo comprarse aquella carretilla para transportar ladrillos. En el tribunal se irguió con orgullo, recordando que la sangre de Tamerlán corría por sus venas: “Este ricachón no respeta a los pobres. Pero hace sesenta años sus antepasados eran mis esclavos. Yo no he olvidado mi linaje. No es fácil soportar la bofetada de un timúrida”.

Cualquiera de esos a los que despreciamos o por los que sentimos piedad fue un príncipe o pudo haberlo sido. Cualquiera puede convertirse en pordiosero. No siempre la vida obedece a una aritmética precisa de esfuerzos y consecuencias. Estamos a merced de fuerzas que nos zarandean, mínimos errores y voluntades ajenas. Príncipes y pordioseros. Coches y carritos. Lo único que nos distancia es un día cualquiera.

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