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Una carrera de gente buena

Julián Hernández, durante el primero de los conciertos de despedida de Siniestro Total. / MIGUEL OSÉS

Es como si de pronto alguien hubiera venido a despertarnos: “Hey, ¡que se os ha pasado el arroz!”. Y así, estos de los “últimos conciertos” han sido días de reencuentros en las despedidas, de preguntarnos quiénes somos, de dónde venimos y si tal vez vamos a alguna parte, y, ya que estamos, incluso de hacer el balance de los daños. De hecho, metidos a revisar la solidez de nuestros propios mitos, me he puesto a recordar vivencias, anécdotas y otras resacas de las que no hablaré en público sin un abogado que me garantice la prescripción del delito, de modo que no han sido pocas las ocasiones en las que me he acordado de aquella sentencia lapidaria que cierto músico vigués dejó anotada a modo de epitafio insuperable en la mismísima tumba del Rey del Rock: “Elvis, eres gilipollas”. Por fortuna para la pervivencia de ese lugar en la memoria al que acudimos cuando confundimos el resfriado con la nostalgia, he preferido recordarme a mí mismo que, a pesar de mis dudas al respecto de mi valía en general, lo que sí tengo claro es que valgo mucho más por lo que callo que por lo que cuento. Al fin y al cabo, ninguno de nuestros mitos pasaría con soltura la inspección técnica del tiempo... De manera que, puestos a orientar el espejo retrovisor de modo que el reflejo abarcase los últimos cuarenta años, he hecho oídos sordos, vistas gordas, y, con semejante despropósito físico, he optado por pensar en lo que un día fue amistad, y quedarme en la parte soleada del recuerdo, en el paseo por los que, a lo largo de estos cuarenta años, fueron mis “Amigos que vienen y van, amigos del alma”, como en la canción aquella de Los Feliz.

Me he acordado, claro, de los amigos con los que en su momento me subí al escenario. Amigos con los que, a la vista del público, atravesamos la noche como rayos en el cielo. Llegamos, hicimos mucho ruido y, tal como vinimos, igualmente nos fuimos, cada uno por su lado. En compañía de esa banda sonora de la que en estos días no se han librado ni los más sordos, he recordado todo tipo de historias de rocanrol, de esas que, si algún día reúnes el valor para contarlas (o el alcohol para desinhibirlas), una vez que las has soltado sientes cómo hacen que la persona que te acompaña en la mesa, en el paseo, en el diván, se quede observándote de medio lado, con la sonrisa mordida y esa expresión confundida de quien no sabe si esto que acabas de contar habrá sucedido realmente, o si, tal vez, no te estarás quedando con el respetable.

Y, puestos a exponerse, he seguido adelante, y me he acordado de todos los amigos que vinieron después, por la vía de las letras. Buenas personas, algún que otro ectoplasma digno de los Cazafantasmas y, por la misma vía, amigos de los que ya no están. De esos cuyo recuerdo pasa dejando un arañazo en el corazón.

Y, mientras todo esto sucedía, otro amigo ha venido a rescatarme de mi propia melancolía. Porque no sé si estarán al tanto, pero lo cierto es que el fin de semana pasado sucedieron más cosas. Algunas incluso más cercanas de lo que pensamos. Y así, por ejemplo, el domingo pasado se celebró en A Guarda un acto maravilloso, una nueva edición de Revirando. Por si no lo saben, se trata de una carrera inclusiva y solidaria, un proyecto educativo elaborado por niños y para niños, en apoyo a personas con algún tipo de discapacidad física o intelectual. Por descontado, algo tan grande como el Revirando no se organiza en dos días. Y no, claro, no depende de una única persona. De hecho, yo estoy seguro de que, si le preguntasen directamente a él, David Alonso, profesor del colegio Padres Somascos, les diría que los organizadores son los niños, el colegio, la residencia... Incluso se desharía en agradecimientos a todos aquellos que, desde el altruismo, han venido a poner su grano de arena. Pero non dejen que este muchacho les engañe: yo lo conozco bien, David es mi amigo desde que tengo uso de razón. Y por eso sé que si algo tan grande como el Revirando sale adelante es porque, detrás, empujando, haciéndolo posible, hay un espíritu noble y generoso como es el suyo.

Y ha sido esta certeza la que estos días ha venido a subirme uno o dos grados la temperatura del alma, que ya saben que es de los más importantes de nuestros calores. Y ha sido bonito, y ha sido revelador. Porque, en el viaje de estos cuarenta años, alguien ha venido a recordarme que las cosas verdaderamente importantes siempre han estado ahí, sentadas discretamente, en silencio, sin hacer demasiado ruido. Ya desde el principio. En el pupitre de al lado.

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