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El cuarto de la meditación de Os Galegos

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El cuarto de la meditación de os galegos

La Nacional VI es para los gallegos más que una carretera. Tiene casi tanto valor sentimental como el Expreso Rías Bajas y la antigua Estación del Norte, o de Príncipe Pío. Porque por esos ríos ha circulado tanta sangre caliente como la que salió por los puertos. Ahora vuelvo a ella entre un tramo concreto del país natal, entre Noceda y Becerreá. Niebla matinal, escasísimo tráfico. Estas antiguas nacionales, en excelente estado, se han convertido en estupendas carreteras comarcales que casi solo usan los residentes durante muchos meses del año, sobre todo en invierno.

El túnel de la Porteliña parece una catacumba.

CP-67-8. Nombres de carreteras que son como contraseñas para entrar en la realidad nada virtual del paisaje. Entrando, al fin, en los Ancares. O eso pensamos. Vacas pastando a la suave luz de la mañana en un prado bíblico ante la espadaña y el cementerio. Un inmejorable recibimiento en O Casar, que así se llama el lugar.

Un mapa de Navia de Suarna

La chica encerrada en el GPS no sabe latín. Dice: “gire lentamente a la izquierda por la ene uve i, es decir la Nacional VI, o en todo caso la nacional seis.

Por fin encontramos lo que buscábamos, siguiendo el trazo que nos marcó sobre el mapa de los Ancares José Luis Coedo Novo, que fuera alcalde de As Nogais durante 25 años, desencantado de la política y de los políticos, de su partido y de los otros, pero no de la realidad, ni de la belleza de una región a la que ha entregado buena parte de su vida, ahora al frente de uno de esos hoteles a los que siempre merece la pena volver: El Urogallo.

La carretera LU-07-08, o CP-07-08, o LU-P-07-08. Una estupenda ruta de montaña con pinos que parecen balsaínes segovianos, por lo elegantes y rectos, idóneos para mástiles de armadas invencibles que acaban siendo vencidas, como tantos empeños humanos, por la naturaleza, es decir, por los elementos. A la derecha de la ruta, los valles cubiertos de una especie de azúcar, nieve, leche, gasa nupcial. Al otro, el bosque intrincado y tupido, de altos troncos con ramas truncadas a modo de estacas como en las mezquitas de Malí, con vegetación solo en la copa, que es la parte que más habla con Dios, y con nosotros. Parecen pelados por el frío, por la tijera de podar de la intemperie, y se parecen a los que pintó Castelao.

La gran paz de Lago, con el mar de nubes tras los huertos bien trazados. Como si no solo les fuera la vida en ello, como si la belleza alimentara tanto como las berzas, las patatas, las judías, el aire límpido.

Disfrutando de un lento regreso al país natal.

Coto, un pueblo que rebrilla en lo alto de una suave y gran loma, con los tejados de pizarra barnizados por la humedad de la noche pasada, rodeado de laderas manicuradas para que el día se redima ahí, en su propia salsa verde, en su ser en sí mismo y en su ser para los que nos asomamos asombrados a esa belleza lejana y humilde, sin aspavientos. Porque ahí se viven vidas verdaderas que no necesitan de alharaca ninguna, como enseguida, y por azar, comprobaremos.

Subimos al Alto de Restelo porque la carretera lo pasa por la cresta de sus 1.004 metros.

Seguimos en dirección a Navia de Suarna.

Desde el arcén y la pendiente de la carretera contemplamos un inmenso circo de nubes, cumbres, que asoman como animales geológicos de un océano de cúmulo-nimbos. Os Ancares, Antártida interior de Galicia, soledad y silencio.

Paxariños piadores, hortiña do meu contento. Realismo puro.

Un lugar llamado Galegos. Tautología y redundancia. Pero ¿cómo no entrar a ver quién vive ahí?

Bajamos al país de la niebla, en el valle, quintaesencia de lo que somos, de lo que hacemos cuando nadie nos ve, de nuestra manera esencial y discreta de estar en el mundo.

Iglesia humilde cubierta absurdamente de cal. Geranios y hortensias. Casas sin petulancia, bien cuidadas. Muchos perros tranquilos en estos lugares, que no nos ladran y que ante el forastero se acercar amistosos para que los acariciemos.

El pequeño cementerio está abierto. Un grupo de nichos a la espera: “Propiedad de Casa Parda. Piñeiro”. Ni un alma. Una sierra lejana, y los dos perrillos que han acabado por ignorarnos.

¿El futuro de Galegos es el futuro de la Galicia interior? En realidad, el futuro de todos. Tumbas, mucho mármol negro, impoluto, como a la espera. La sala de espera de la eternidad.

“Tus hijos no te olvidan”. Y aunque esté esculpido en mármol, no es cierto. Ojalá lo fuera.

Galegos, un cierto trasunto de Comala. No se ve a nadie. Pero la cancela de hierro del cementerio está entreabierta. Eres bienvenido. Los vivos pueden entrar, los muertos pueden salir. Una frontera porosa entre este mundo y el otro…

Nos cruzamos con Manuel, el cartero, que trae una carta para “la casa de las monjas”. Viven dos hermanas. Los barrios del lugar de Galegos se llaman Igrexa, Piñeiro, Cociña… En cada uno quedan unos cinco vecinos. En total, suma el cartero, “unos cuarenta”. Tiene 59 años y nació en Vilaquinte, parroquia de Galegos, y nos cuenta la historia que le sirvió a Helena Villar Janeiro y a Xesús Rábade Paredes para escribir Morrer en Vilaquinte, o de cómo un muerto se llevó a cuatro vivos… Se les fue el ataúd de las manos y allá se fueron con el muerto tirando de ellos al otro barrio.

Cartero del rural, se define Manuel, y se le ve feliz de hacer lo que hace, de un servicio que no pagan los sellos, pero que es vital para la gente. Le entrega una carta a Trini, que sale sonriente a recibirle, y a recibirnos. No solo nos invitará a pasar a su modesta y acogedora casa con un pasillo de grandes tablas de castaño. Dice Trini, y se lo dice al presidente de la Xunta: “hay que poner el denominador común al señor Feijoo, ya que hemos pagados nuestros impuestos y estamos muy abandonados”.

Lo resume el cartero, Manuel Gómez López: “en Cervantes son tantos vecinos como en Galegos, pero allí tiene tres médicos y en Galegos uno. Somos jubilados. Todo hay que hacerlo a golpe de taxi, porque el coche de línea solo pasa por Navia de Suarna, y de allí va a Becerreá, no hace la ruta de los pueblos. A veces no podemos sacar el coche por la nieve. Hemos estado aislados”. Hay que reconocer que, aunque estrechas, las carreteras están bien cuidadas. Los carteros aquí son como un cordón umbilical con el mundo. En Navia son cinco los que reparten la correspondencia para toda la comarca, aunque en realidad son cuatro: “porque uno está liberado. Es sindicalista”.

Cada casa tiene, como en Hecho, un pueblo de Huesca que se nos metió dentro, nombre: Casa de las Monjas, Casa Casón, Casa Vella.

Se llama Trinidad García Ruano, Trini, y nació en Villabraz, provincia de León, hace 76 años. Su padre era labrador, su madre maestra. Es hermana carmelita de la caridad Vedruna. A los 20 años le vino la vocación, y nunca le ha abandonado:

—Mis padres nunca se opusieron a ello.

—¿Por qué se hizo monja?

—Me enamoré de la vida religiosa, de hacer todo el bien que se pueda.

Aunque enseguida matiza que para hacer el bien no es necesario hacerse religioso, ni mucho menos.

Estudió Puericultura en Bilbao. Estuvo interna en el colegio El Pinar-Ave María de las Carmelitas, en Valladolid. Allí hizo su noviciado: “éramos 100 novicias. Ahora no hay ninguna, solo hermanas mayores. Recuerdo los veranos a las cinco y media de la mañana recogiendo cerezas en la huerta”. Trabajó en A Guardia, y en Vigo, en la parroquia de Matamá, detrás de la Citroën, durante 14 años. Lleva 26 en Galegos, en esta misma casa con vistas a la montaña. Una de sus misiones era apoyar el pre-escolar na casa, impulsado por un sacerdote de Lugo y Cáritas diocesanas, para ayudar a los niños que no podían ir a la escuela entre los 3 y los 4 años. Avelina, su hermana, ha ido a Becerreá, por eso no está en la casa. Le acompaña estos días Socorro, una monja que pasó 37 años entre Brasil y Cuba. Trini ha trabajado hasta la jubilación atendiendo a personas mayores solas. Pasaba una hora en cada casa y les ayudaba a ponerse en marcha cada día. “Mucha gente está sola por estos parajes. Una tarea que ahora han asumido los ayuntamientos, encargándole la tarea a vecinas que así redondean sus pensiones y salarios. Se establecían relaciones familiares, amistosas, con la gente a la que atiendes”.

En el barrio de Iglesia, de Galegos, donde viven Trini y Avelina, son ahora, al menos cuando pasamos por allí, hace ya más de dos años (todas las cifras son de entonces, da miedo llamar para saber. Pero finalmente llamo y hablo con Avelina, y con Trini, “hace frío, está todo nevado”, y están bien), contando con ellas, cuatro vecinos. Cuando llegó eran 14. La escuela, en lo alto del pueblo, está abandonada. No hay niños. Pero “la vida no es dura. La vida es muy bonita aquí. La gente es muy acogedora, muy compensadora. Nos ayudamos unos a otros”. Con un Cristo y una pequeña talla de Santa Joaquina, la patrona de la orden.

Su cocina es como la de Gromaz, de hierro, en el centro, con la mesa de mármol alrededor, y el escaño detrás. “Aquí hacemos la vida, en la cama dormimos”. Y la capilla, una salita de oración y meditación, con una cruz iluminada con conchas de peregrino, cojines para sentarse a rezar en el suelo. Un cuarto que me recuerda al de la meditación que ideó Dag Hammarskjöld en las Naciones Unidas (mi lugar más querido de Nueva York), sencillo, zen, íntimo, cargado de feng sui, como toda la casa. Como la cocina: “cuando hace mucho frío ponemos una plancha encima y celebramos misa”. Hammarskjöld fue el más carismático secretario general de la ONU.

Trini nos enseña la capilla. Celebran misa dos veces al mes. Cuando se puede. Cuando viene el cura. Es una iglesia de cruz latina, sencilla, con tallas pequeñas. La capilla está dedicada a Don Pedro Ossorio y Llamas, año de 1781, y a la Virgen del Carmen que, como ocurre con muchas vírgenes gallegas, tiene un manto hasta los pies porque no tiene cuerpo: en vez de piernas la sostienen palos. La iglesia se llama Iglesia de Santiago de los Gallegos, porque es una iglesia de peregrinos, aunque no pasen por estos andurriales. Suelo de pizarra, con una preciosa linterna. Una peluquera de Galegos le preparó la peluca a la Virgen en Barcelona, donde tiene su peluquería.

El cartero nos cuenta una de las muchas historias que atesora: una muchacha le preguntaba todos los días si tenía carta de su novio, que se había ido a la mili. Manuel conocía a los dos. Sintió pena por la desazón que embargaba a la chica cada vez que le decía que no había carta para ella. Se compadeció, imitó la letra de su novio y le envió una carta. Pero ella se escamó, se dio cuenta de que la carta no era de su prometido. Se puso a indagar y dedujo que había sido el cartero, que eran quien más sabía de sus desazones. Y le dijo: “él no es tan cariñoso”.

Navia de Suarna, capital de los Ancares. Magnolios. Casas hermosas, como un puente medieval en punta que recuerda al de Mostar, aunque menos airoso. Y un río cantarín, el Navia. Glicinias, petunias negras, como de terciopelo, en una casa junto al castillo. Chopos otoñando sobre el río. Comemos en el restaurante A Escola. “Para iglesia fea, la de Navia. Pero los santos tienen mucho poder”, dice un vecino que pasea junto al río con su perro. La imagen en movimiento que el texto no imita bien: el viento desprendiendo las hojas amarillas de un gran chopo y dejándolas caer sobre la corriente fría del Navia. Todo va en la misma dirección y tiene el mismo sentido.

La lógica no funciona en los Ancares. Es muy fácil extraviarse. Desde luego, conviene apagar el GPS y recurrir al mapa de papel, a la intuición, al sentido común, y preguntar siempre que se encuentre a quién.

Hacia Rao. Cuartel de la Guardia Civil y serrerías al salir de Navia de Suarna. LU-722. Por la cuenca del Navia. Una carretera umbría, húmeda, de musgo y hojas. Luego, la LU-P-3502. La carretera sin quitamiedos, bordea abismos. Se ha levantado la niebla y vemos la grandiosidad de estas sierras que parecen no tener fin.

Manuel y José cortan los chopos para evitar que se enreden en los cables de la luz en Rao. Dicen que los Ancares fue un invento de Fraga.

Un silencio estremecedor por desacostumbrado. ¿Qué nos dicen las montañas? Las nieblas velan las cumbres.

Cuando profundizas, todo se ensancha, dice la conductora. Un inmenso país desconocido.

Cuando te sales de las ciudades solo te encuentras gente mayor.

Repoblar lo despoblado con africanos. O hispanos. No quedará más remedio.

La tarde se cierra en lluvia. O como se lee en Morrer en Vilaquinte: “o escurecer cedo da invernía”.

Vuelve a cambiar el firme. El GPS se puede esgrimir como agravante para el divorcio. Pallozas bajo el aguacero. Piornedo. Pallozas y vacas estoicas bajo la lluvia.

Hacia Vilarello. Degrado. Ponte de Doira. Una carretera fantasmal bajo la lluvia copiosa, con los árboles quemados por el incendio del año pasado, y las ramas negras desnudas suplicando ¿qué?

El GPS se vuelve loco. Calcula y recalcula con diferencias de hasta una hora. Y se empeña en que entremos en pueblos que nos apartarían por completo del camino.

No hay nadie. No hay turistas.

Uno ve las cosas si se mete dentro. Por eso le cedo el testigo a José María Castroviejo que en su Galicia. Guía espiritual de una tierra hace hablar a las piedras, a los árboles, a los ríos, a los bosques, y aunque las carreteras ya no son las mismas, el espíritu sí, que algo ha de tener de bueno la despoblación: “De otra carretera, la de Becerreá a Navia de Suarna, ya límite asturiano, arranca un empalme que a seis kilómetros de la villa lucense cruza el puente o la puente (en gallego los puentes son hembras: a ponte) de Gatín, donde se unen los ríos Cancelada y Navia, viciosos ambos de truchas. Por Gatín –cuyo puente construyó el diablo en tiempo lejano, tan lejano, que las viejas abuelas que hilan la vieja rueca de Vilarello, ya no lo recuerdan, para socorro de una moza en difícil trance, previa promesa de entrega del alma del nonnato– esta carretera de montaña, que atraviesa parte de Cervantes, pasando por Vilarello del Río y el alto puerto del Portelo, hasta unirse a la general de Madrid en Ambasmestas, ya en tierras del Bierzo, entronca a 22 kilómetros en el puente de Doiras –frente al castillo del mismo nombre– con el ramal que asciende, entre breñas y picos, a la alta y pura montaña”.

Retoma el pulso y el camino Castroviejo con su voz: “Las montañas de este ayuntamiento –el más extenso de Galicia– forman parte del sistema orográfico denominado Sierra de Ancares, con limitación y contacto con León y Asturias, constituyendo la parte más original y hermosa de la áspera y brava Galicia. En el largo invierno, mientras el roble se comba y crepita en el centro de la palloza, “funga” fuera, con restallo frenético, el viento helado, acunando en canción poderosa al niño que duerme en el barrelo, mecido por las llamas del lar, en tanto que se tiñen de áureos reflejos las pieles de corzo y lobo y sube el humo de las cortas pipas de brezo de los montañeses que lentamente se levantan por veces para el procuro del ganado, que rumia y sueña en la vida común de la palloza bajo el rumio y sueño de la nieve de los Ancares”.

Y por si hubiera pocas dificultades, llega la noche y con ella niebla cerrada en algunos tramos antes de Pedrafita, y después, en la nacional que nos lleva a Noceda. Donde salvamos el día, la noche, el hambre. Dormimos.

Recorriendo el camino de otoño que baja desde el hotel El Urogallo hasta la corriente del Navia. Un gigantesco nogal que resume un mundo. Maravillosos castaños, nogales y robles. Crujidos, gotas, frutos, pasos, olores, el rumor del río abajo, las esquilas, una sierra mecánica a lo lejos, un gallo, pájaros sutiles, y el paso de los coches por el viaducto de la autovía. Un manzano cargado de fruta, doblegado por el propio peso de su feracidad, como un enigma japonés, y la niebla desdibujando las cimas.

Castaños y robles parecen árboles de druidas.

Los chopos, como río arriba, en Navia de Suarna, sigue arrojando hojas amarillas al viento y al río.

¿El río busca la hondonada, o la hondonada fue trazada por el río?

Nos cruzamos con una pareja. Son mayores. Vienen con un gran mastín.

—¿Es bueno?

—Es bueno, pero es un animal.

Si en Galicia hay mil ríos en estas sierras nace la mitad. A punto de entrar en Sarria cruza la carretera raudo un raposo, y se pierde. Y entonces me viene a la mente el que trajo Castroviejo a su Viaje por los montes y las chimeneas de Galicia: “Con menudos y silenciosos pasos de truhán avanza Don Raposo, deslizándose a través de la enramada. El hocico blanco y puntiagudo olfatea con avidez el aire hacia el que se tienden sus finos bigotes negros; las orejas, muy tiesas, semejan centinelas próximas al alerta y la espesa y larga cola se balancea por intervalos como un péndulo”. Tras anotar que a fines de marzo o comienzos de abril es cuando Doña Zorra aumenta la demografía local, cuando cada una trae, “según su edad, tres o siete raposos al mundo del bosque, las devastaciones se multiplican”. Y para demostrar las múltiples habilidades de este zorro raposo hábil como toda la patrística de los cuentos y leyendas populares le atribuye, anota Castroviejo lo que le ocurrió a uno en la playa de Menduiña, en la península de Morrazo, al que la subida de la marea atrapó en una dorna donde se puso las botas de “frescas robalizas y múgiles”. Pero démosle de nuevo la vela a don José María, que sabe contar porque supo escuchar a sus ancestros y caminar los bosques y las aguas del país: “En éstas llegaron los marineros remando en una gamela para recoger pescado y barca: He aquí el asombro:

—¡Mirade! Un raposo muerto.

—¡Mala centella lo abrase, nos comió casi todo el peixe!

—¡Así reventó el cabrón!

—Al menos nos deja el pellejo…

   Con estas pláticas llegaron a tierra y el patrón de la dorna, hombre recio, lo cogió con una mano por el rabo y lo volteó varias veces en el aire, arrojándolo en fin con rabia a la playa, sobre la que resucitó de repente el muerto, embistiendo contra una vieja, que por poco se muere del susto, y alcanzando en unas cuantas galgadas el monte próximo”.

Lo mejor de Sarria: pulpería Marisol, sobre todo el bacalao fresco. El resto, para el olvido. La calle Calvo Sotelo, el oleoducto que salva el río y es en realidad un puente peatonal. Sarria es un monumento al feísmo. Pero lleno de pulperías. Tanatorio y gimnasio, en la misma calle, separados por unos pocos metros. Dos tipos de metafísica.

Volver a la carretera Monforte-Ourense. Cañones del Sil. Impresionante cómo brilla el Miño a las cuatro y media de la tarde. Parece plata pura.

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