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dramatis personae

Los impostores

El rey Sebastián de Portugal

La historia está llena de impostores desde que el mago Gaumata quiso apoderarse del trono persa haciéndose pasar por Esmerdis, el hermano pequeño de Cambises. Cuando suplantas a alguien, pretendes apropiarte de su espíritu igual que de su nombre; de su futuro, el que imaginas que habría disfrutado, igual que de su existencia. Nunca triunfa el impostor por su propia definición: si persistió, quizá no hemos sabido nunca que era un farsante; si fracasó, quizá no hemos sabido nunca que era en verdad quien decía ser.

En Portugal, tras la muerte del rey Sebastián en Alcazarquivir, proliferaron los que se proclamaban como tal aprovechando que su cuerpo jamás se pudo encontrar entre la carne tronchada. Con él se secaba la casa de Avis y se ponía el reino en las manos castellanas de Felipe II. El sebastianismo se prolongó incluso más allá de lo biológicamente posible, impregnando de melancolía el alma portuguesa.

En Rusia hubo un Dimitri falso, diciéndose hijo de Iván el Terrible; el último representante de la dinastía Rurik; su epílogo antes de un periodo de caos, con los Romanov ya asomando en el horizonte.

Imagen de archivo del famoso cuadro de Iliá Repin. FdV

En Inglaterra, Eduardo V y Ricardo, los pequeños hijos de Eduardo IV, desaparecieron en la Torre de Londres sin dejar rastro; asesinados por su tío Ricardo III, según Shakespeare, o más probablemente por Buckingham. Perkin Warbeck afirmó ser Ricardo, el último York y en consecuencia el último Plantagenet legítimo. Enrique VII, rey por matrimonio y batalla, lo ahorcó, pero los Tudor, incluso la triunfante Isabel que los culminó, siempre arrastraron la desconfianza de su origen segundón. Inquieta yace la cabeza que lleva una corona.

El misterio se encarna en Francia en Luis XVII; el frágil hijo de Luis XVI y María Antonieta, que murió de pena y consunción en el Temple, encerrado como un salvaje, tras la decapitación de sus padres. Muchos fingieron ser él años más tarde mientras su pequeño corazón, que le habían extirpado durante la autopsia, reposaba en un frasco como un vulgar encurtido.

El impostor, a veces, ni siquiera fuerza la similitud. Por Luis XVII se quería hacer pasar un relojero austriaco; por Sebastián, un pastelero de Madrigal; por Anastasia, una pobre polaca que no hablaba ruso. Saben ellos o quienes los manejan que la verosimilitud no reside en un disfraz, una fisonomía o una voz sino en los ojos que los contemplan; en la necesidad política o en la desesperación de que estén vivos. El impostor surge o se le crea en tiempos de crisis, cuando las viejas estructuras se tambalean y los paradigmas cambian. Y como añoranza de una época feliz, que en realidad nunca existió.

Trump ha querido reencarnar a Reagan. Le copió el bronceado, el flequillo y el discurso sencillo, capaz de conectar con las capas populares blancas. Carecía de su olfato y su carisma. Ninguno de sus seguidores tenía claro a qué America grande proponía retornar. Les sedujo el concepto.

El pasado es impredecible. Lo recreamos en nuestra memoria, que es una lente que limita la visión y la deforma. En general añoramos lo jóvenes que éramos y no el mundo que habitábamos, que era igual o más imperfecto. E incluso podemos sentir nostalgia de los mitos que nos han contado.

Abascal, más que Franco, se cree José Antonio, con su ímpetu juvenil, esencial y transformador. A José Antonio lo segaron las balas del pelotón de fusilamiento antes de que pudiera envejecer; antes de las dudas, los arrepentimientos y las contradicciones que nos aquejan con la edad. Franco manipuló su figura a su antojo, como hizo con carlistas o monárquicos, porque Franco era nacionalcatólico pero sobre todo franquista.

Jamás existió esa España a la que Abascal se refiere y reivindica. Ni él es un José Antonio al que puedan recurrir aquellos que se sienten amenazados en esta sociedad cambiante. Abascal es solo un impostor y acabará desenmascarado. Es justo y necesario.

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