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El bar del futuro

Terrazas en la Praza de Santa Eufemia. IÑAKI OSORIO

Ahora que los bares hasta ganan elecciones, me ha dado por recordar que, si el futuro entró en mi pueblo por algún sitio, fue por sus bares. A principios de los sesenta, La Acacia compró la primera televisión. Aquel café, desde el que muchos vecinos vieron al hombre llegar a la luna, cerró antes de que yo naciese, pero otros tomaron el testigo. En mi época, las novedades aparecían en La Manuela. Fue ella quien trajo al pueblo el vídeo, un VHS que hizo más llevaderas las tardes de invierno. Arrimados a una estufa y devorando pipas, descubrimos a personajes clave en nuestra educación, como un tal Stallone, capaz de masacrar a un ejército con un cuchillo de sierra.

Poco después llegó la primera máquina: el Green Beret. Un joystick y un botón rojo bastaban para transformarnos en soldados de élite. Aquella máquina destrozó mi bolsillo. Cuando nos quedábamos sin blanca, no quedaba otra que ayudar en misa. El cura soltaba una propina rácana que luego completaba mi tía, de manera espléndida si me había animado a hacer una de las lecturas.

El futuro volvió a asomarse a nuestro bar en los noventa, esta vez en forma de cadena de música. Pronto descubrimos que aquella torre incorporaba un discman, maravilloso aparato que permitía escuchar una canción en bucle sin la pesadez de rebobinar. Lamentablemente, el único cd disponible aquel verano era Luz Casal y eso la convirtió en nuestra pesadilla.

Manuela hace algún tiempo que nos dejó y, pese al tiempo que pasé en su bar, no podría contar demasiado sobre ella. La recuerdo al otro lado de la barra, callada y vestida de negro. Mis amigos y yo nos convertimos en clientes fijos antes de que nos saliese el primer pelo del bigote. Ser clientes rentables nos llevó más tiempo y es que, durante años, pipas y coca-cola fueron nuestro gasto. Cuando dejamos atrás la edad de las Mirindas, lo compensamos con creces.

Lo cierto es que nuestros padres tenían El Bodegón; los primos mayores se atrincheraban en El Galicia, pero La Manuela era nuestro bar. Allí pasábamos tardes enteras, desde la siesta hasta la madrugada, veranos en los que uno sabía la hora porque veía a Manolo volver con el chimpín, al carnicero pasar tambaleándose sobre la bici o a mi tía y el resto del “comando viudas” con su caminata diaria hasta el cementerio. Como el vídeo, el discman o los videojuegos, también nosotros formábamos parte de ese futuro que llegaba al pueblo a través de La Manuela.

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