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De café con churros y trances jubilatorios

A veces, entre jubilados, uno no se percata de que es uno de ellos. // fdv

Hallábame yo sentado este fin de semana en una terraza de la Plaza Mayor de Salamanca, ciudad que visito mucho por razones de estado, que no de Estado. El sol contrarrestaba el frío gélido que arreciaba a la sombra y, rompiendo mi disciplina mañanera, me senté a tomar un café y unos churros presto a echar una ojeada a un libro de la noruega Nina Lykke recién adquirido en la librería Letras Corsarias. No leo apenas novela pero caí en la tentación cuando supe que era una sátira de la insoportable levedad de la clase media de los países nórdicos surgida al calor del estado del bienestar. No es oro todo lo que reluce, me dije, y lo compré. Antes eché un vistazo a mi alrededor, me sorprendió ver que estaba rodeado de jubilados y pensé en qué mundo estarían viviendo, ese en que, a lo mejor, podían echar un pulso al tiempo. De pronto, como un latigazo surgió un aviso de mi mente: Cariño, ¿no te das cuenta de que tú también lo eres?

Debo decir que mi mente siempre me trata bien, no me insulta por ejemplo con un ”imbécil” que me merecería por sorprenderme ante tanto jubilado alrededor sin ser consciente de que yo era uno más entre ellos. Será porque en mi inconsciencia me he creído eso que respondió un conocido poeta, aunque no recuerde cuál y a lo mejor no era poeta: “No soy viejo, vivo juventudes sucesivas”; eso, en castellano inmortal, podríamos traducirlo en un “pá mozos los de antes, pá viejos los de ahora”. O sea un recurso psicológico de autoafirmación contra el paso del tiempo salido de nuestro refranero. Lo comentaba ayer con una abogada gallega que debía ser una adepta a la corriente de la psicología positiva o salutogénica porque me dijo: “El tiempo es una convención y por eso no pasa por dentro como por fuera”. Pues sí, todos los de mi generación, por no hablar de otros, desde hace unos años se sorprenden cuando se ven al espejo y lo que ven -arrugas, surcos, manchas faciales...- no corresponde a lo que sienten. Como yo me veo lo justo ante ese cristal delator no acabo de acordarme de que ya estoy en edad de prevengan armas.

Bien es verdad que, si tengo en cuenta que estoy al borde del abismo de los 60, tampoco puedo quejarme. Dios hasta ahora ha sido infinitamente generoso conmigo porque, a pesar de que he sometido mi cuerpo en el pasado a un historial digno de estrés postraumático, solo he visitado al médico para hacerme colonoscopias. ¡Uf, la primera en el Sistema Nacional de Salud! Las pasé canutas por razones de forma más que de fondo. Me mandaron desvestirme, cubrirme con un horrible camisón corto con raja trasera, y tumbarme de modo indecoroso ante cinco amables mujeres, nada menos que cinco, que mientras me hacían perder mi virginidad ya se sabe por dónde, no paraban de hablar entre ellas de no sé qué fiesta en no sé dónde.

Precisamente la protagonista de Estado del malestar, el libro que acabo de comprar y llevé a la plaza salmantina, es una médico de familia que ya está harta de pacientes adictos a las dietas, o de esos de mediana edad que no entienden por qué están siempre tan cansados, que dan por hecho que el cuerpo ha de funcionar sin crujidos, que no entienden por qué el sueño no llega; o esos que creen que este asunto de la muerte no va con ellos, que hará una excepción en su caso. Harta de que quieran seguir igual que cuando eran jóvenes, de que tanto se compren zumos detox como polvos verdes por Internet, o se hagan pruebas de alergias o intolerancias alimentarias. O sea que son unos ilusos como yo, que piensan que el paso del tiempo no va con ellos. Menos mal que a los médicos, por ahora, no los molesto. Dios mediante.

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