Un inciso

Una melena como la de Viki

Se ha aprendido mucho del cáncer desde que se la llevó, pero poco me parece. Esta es la gran epidemia con la que aprendimos a vivir

Mi prima Viki, segunda por la derecha de pie, con su vestido azul de tirantes. Yo soy el bebé pelón y rollizo.

Mi prima Viki, segunda por la derecha de pie, con su vestido azul de tirantes. Yo soy el bebé pelón y rollizo.

Ana Cela

Ana Cela

¿A mí me cortas una melena como la de Viki? Se lo dije a la peluquera colocando mi mano como marca, más o menos a mitad de la espalda. Parece que a ella le hizo gracia, en especial porque yo no debía de llegar a los cinco años y tenía un pelo de ratón que a duras penas me cubría la oreja. No conservo ese momento por mí misma, pero siempre me pareció que la anécdota que tantas veces me contaron encaja a la perfección con la admiración que sentía por aquella prima ocho años mayor que yo. Me parecía preciosa, con su pelo largo y su tez blanca y delicada, totalmente cubierta de pecas. Yo quería ser como ella. Igualita. Viki Neira era guapa por dentro y por fuera. Aunque a sus ojos yo fuese una renacuaja, todavía recuerdo la ternura de su trato, su tono siempre amable y cariñoso, aun cuando ya no pueda rememorar su voz.

Han pasado muchos años. Sin embargo, conservo en mi memoria muchas imágenes suyas, aunque las más nítidas me la muestran tendida en el sofá, acurrucada bajo una manta como si siempre tuviese mucho frío, y sin fuerzas para levantarse por sí misma. Algo llamado cáncer le había robado la vitalidad. Aquella melena larga ocultaba un bulto en el cuello que terminaría confirmándose como un indicador de la leucemia que se la llevaría a la tumba con solo 14 años.

Un futuro vetado

Ha llovido mucho desde aquel 16 de enero en el que el cáncer dio un zarpazo feroz a mi familia. No era el primero, no sería el último, pero fue el más desalmado. Aquella niña que, desde la cama de un hospital, planeaba con su madre cómo compartirían el día de su boda jamás podría haber pensado que el futuro le estaba vetado. Que ella no tenía pase. Viki cumpliría en este 2023 sus 50 años. Soy incapaz de imaginar cómo sería ahora. Me cuesta tanto como entender que en todo este tiempo sin ella hayamos avanzado tan sumamente poco en la lucha contra una enfermedad que es la verdadera epidemia que debemos combatir cada día, por mucho que –inexplicablemente– hayamos aprendido a vivir con ella. La misma leucemia se llevó hace poco más de un año también a Iria, otro ángel hermoso al que se le apagó la luz demasiado pronto, a pesar de que su recuerdo brille para siempre entre quienes tuvimos la gran suerte de conocerla. A mí sigue sin entrarme en la cabeza.

Este sábado se celebró el Día Mundial contra el Cáncer. Sé que es una jornada pensada para llamar a la concienciación, para sensibilizar en relación a la cantidad de gente que contrae y contraerá esta temida enfermedad que no podemos prevenir con mascarillas ni con duchas en gel hidroalcohólico. Es un día para que reflexionemos sobre la importancia de destinar todos los fondos posibles a la investigación, a saber más sobre este enemigo silencioso que siempre avanza con el cuchillo entre los dientes, dispuesto a empuñarlo sin que nos demos cuenta, sin que podamos prepararnos para combatirlo. Siempre nos pillará con la guardia baja, nos atacará por la espalda para dejarnos las defensas arrasadas y el miedo enhebrado en el cuerpo. Es posible que, cuando consigamos darnos cuenta de su avance, ya tengamos perdida la batalla.

Muchos cambios, pero el monstruo sigue ahí

Claro que se ha aprendido en estos años. Claro que la supervivencia ha crecido muchísimo. Claro que la palabra “cáncer” no es un sinónimo perfecto, a día de hoy, de “sentencia de muerte”. Pero poco me parece lo que ha cambiado. Llámenme necia o pesimista si quieren.

Cuando Viki enfermó, su madre conducía un Seat 600. Hoy los coches repostan la energía que los mueve con un enchufe. Cuando Viki tuvo que luchar, se hizo como se pudo para llevarla a Madrid en busca de un tratamiento, en procura de una esperanza. Hoy las salas en la que se reparte quimioterapia en cualquier hospital gallego parecen el metro en hora punta. Cuando el cáncer vino a por aquella niña hermosa, los teléfonos móviles eran ciencia ficción; de hecho, ni siquiera abundaban los teléfonos fijos. El hombre había pisado ya la Luna, pero pensar en cuestiones como internet, redes sociales o tener toda la información de la enciclopedia Larousse en la palma de la mano era, sencillamente, derrochar imaginación a borbotones. Recuerdo sentarme junto a ella a ver Verano Azul los domingos a la hora de comer ante un televisor en blanco y negro. Hoy vemos lo que nos da la reverendísima gana en Netflix, HBO, Disney+, Prime Video y un largo etcétera. Para mí, ir al Continente de A Coruña, ciudad en la que vivía Viki, era casi como si me llevasen a un parque de atracciones. Hoy volamos a muchos rincones del mundo por 20 euros, ida y vuelta. Si la vida doméstica ha dado pasos tan sumamente gigantes en estos años, ¿por qué el cáncer nos sigue robando a tantas niñas y niños como Viki? ¿Cómo somos incapaces todavía de arrebatarle de sus sucias garras a tantas madres, padres, abuelos, hermanos...?

Derroches

No quiero caer en la demagogia pero, cuando pienso en tanto dinero público que se despilfarra en gilipolleces –permítanme la palabra– vestidas con abrigo de necesidad, no puedo evitar que me hierva la sangre. No entiendo cómo acabar con el cáncer, o al menos acorralarlo todo lo que podamos, no se ha convertido hace tiempo en una auténtica prioridad, en una cuestión de Estado, como hace un par de años lo fue luchar contra el COVID con uñas y dientes.

Según las previsiones, en 2030, solo en la provincia de Pontevedra, una de cada tres mujeres y uno de cada dos hombres tendrá cáncer. Si esto no da qué pensar, si esto no nos mueve, que se pare el mundo que yo me bajo.

Todos tenemos una Viki en nuestras familias. Todos conocemos a alguna Iria que se fue demasiado deprisa pese a luchar hasta el final como una jabata; a algún Gonzalo al que seguimos echando de menos y por el que brindamos cuando toca saltar la hoguera en la noche de San Juan. En mi familia, por desgracia, abundan los ejemplos. También he de reconocer que conseguimos ganar la guerra cuando le tocó librarla a Sinda, a Chus o a mi propio padre y que todavía mi abuela Andrea sigue peleando cara cada día con valentía y mal humor (hay que decirlo todo). Pero, ¿quién no se enfadaría si le toca? ¿Quién no tendría miedo? ¿Quién no aguantaría las ganas de llorar ante el pavor de tener que hacer la maleta para despedirse? ¿Quién no querría arrojar la toalla después de cada ciclo?

Todos podemos aportar

El cáncer es un problema mayúsculo. Es un monstruo enorme que no piensa desaparecer, aunque hayamos aprendido a cerrar los ojos e implorar que se desvanezca. Todos podemos –y debemos– hacer algo. Hasta donde lleguen nuestras posibilidades económicas o hasta donde alcancen nuestras fuerzas para escuchar, acompañar y alentar. Nos afecta a todos. Si es triste que sigan siendo tan pocos detrás de las pancartas el 4 de febrero, es más desolador todavía que no nos unamos a esta lucha cada día.

Conservo desde hace 35 años la herencia que me dejó Viki: un cuento de Pinocho y una bata de verano de cuadritos rosas. No soy capaz de evocar su voz, pero sí su ternura y su olor a colonia Chispas. No olvidaré su bondad y su valentía. Aquella niña preciosa se marchó. Pero se quedó para siempre.