Historias irrepetibles

Drama en las Bahamas

Un 11 de diciembre de 1981 Muhammad Ali se subió por última vez a un ring para disputar un combate pese a su mal estado de forma y la evidencia de que ya sufría de Parkinson

Berbick golpea a Ali en un momento del combate.

Berbick golpea a Ali en un momento del combate.

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

El 15 de septiembre de 1978 Muhammad Ali tendría que haberse marchado para siempre del boxeo. Ese día con 36 años consiguió recuperar por tercera vez el título mundial de los pesos pesados tras ganar a Leon Spinks ante más de sesenta mil espectadores en el Superdome de Nueva Orleans. Parecía el epílogo perfecto de quien se proclamaba el más grande, de quien había detenido su deterioro físico para regalar una noche de gloria a sus devotos. Pero uno de los grandes errores de los boxeadores es que siempre creen que tienen una pelea más en sus puños y una bolsa más que cobrar. Le sucedió al de Louisville que casi dos años después –y pese a que ya había anunciado su retirada– aceptó subirse al ring de nuevo para enfrentarse en Las Vegas al pletórico Larry Holmes (su sparring a comienzos de los setenta) y recibir una de las grandes palizas de su vida que solo sirvió para acelerar aún más su decadencia. Una lluvia de golpes cuyos efectos fueron demoledores para el maltrecho cuerpo de Ali.

En contra de la opinión de quienes le rodeaban y del sentido común Muhammad Ali aún boxeó una vez más. Su última noche vestido con el calzón blanco en un ring de boxeo. Tenía 39 años cuando James Cornellius, un indeseable relacionado con la Nación del Islam –organización a la que pertenecía Ali y responsable de muchos de sus pasos– que ejercía de promotor de boxeo, le propuso un enfrentamiento contra Trevor Berbick, un joven jamaicano que peleaba bajo la bandera canadiense. La promesa de pagarle un millón de dólares por la pelea supuso una tentación demasiado grande para Ali que hizo oídos sordos a todos los consejos y recomendaciones médicas al aceptar el desafío. Un desastre en todos los sentidos. La pelea no podía celebrarse en Estados Unidos porque ningún estado permitía a Ali pelear en su territorio. No había médico que quisiese ser cómplice de una posible desgracia. Faltaban unos años para que oficialmente se le diagnosticase que sufría de Parkinson, pero los síntomas ya eran muy evidentes al comienzo de los ochenta. Cornellius se las ingenió para buscar una sede alternativa, donde conseguir permisos y gente que mirase hacia otro lado fuese mucho más sencillo. Y se llevó la pelea a Nassau, en las Bahamas, a un estadio de beisbol sin acabar bautizado con el nombre de Centro Deportivo Queen Elizabeth que reacondicionaron para que llegase a una capacidad de más de treinta mil espectadores.

Ningún estado norteamericano daba permiso para la disputa del combate

Las semanas previas a la celebración de la pelea ya resultaron delirantes. Don King, que conducía en aquel momento la carrera de Berbick, mostró su disconformidad con las condiciones pactadas y manejó la posibilidad de anular el combate porque tenía mejores ofertas que aquellos trescientos mil dólares prometidos por pelear contra Ali. La respuesta no se hizo esperar. Un grupo de matones, liderados por el propio Cornellius, le dieron una paliza y aplacaron cualquier amenaza de suspensión. Pero casi peor que los modos del promotor, de las condiciones en las que se iba a pelear o del desastre de organización era la imagen de Ali. Se había dejado ir y estaba completamente fuera de forma. Desde la pelea con Larry Holmes, que tuvo lugar catorce meses antes, es como su le hubiesen caído encima varios años. Estaba lejos de ofrecer la imagen de un deportista. Una cadena británica le quiso grabar durante un entrenamiento y fue incapaz de recorrer un solo kilómetro corriendo. Al poco tiempo, exhausto e incapaz de mantener una respiración ordenada, pidió una limusina y regresó al hotel. Y ese no era el único problema. No se le entendía al hablar, su discurso casi todo el tiempo era totalmente inconexo y era una evidencia que algo había dejado de funcionar dentro de su cabeza. Era un viejo de 39 años. Su cuerpo, en apariencia, podía disimular fuera del ring, pero su maquinaria interna correspondía a la de un anciano. En la rueda de prensa anterior al combate las evidencias fueron aún más grandes, pero nadie estaba por la labor de detener aquel sinsentido y poner un poco de cordura. Ali tampoco razonaba. Ya lo demostró años atrás cuando despidió a Ferdie Pacheco, su médico habitual, porque insistía en que su cabeza no podía aguantar un combate más. Los primeros síntomas del Parkinson era una evidencia pero a mucha gente no pareció importarle. Tampoco a Muhammad.

Ali dio en la báscula el día antes de la pelea 107 kilogramos. Nunca se había subido al ring con ese peso. Sin el batín, vestido solo con el calzón, era muy evidente el paso del tiempo y el daño que le habían hecho los últimos años. La figura espléndida que le había acompañado durante toda su carrera no estaba por ningún lado. Se encontraba completamente fuera de forma. A su lado el musculoso Berbick, que era un púgil muy mediocre aunque con un buen ranking a sus 27 años, parecía venir de otro mundo.

La pelea comenzó con un retraso de casi dos horas. Todo era un caos. Cornellius hizo tiempo para que entrase más gente en el recinto (apenas se llegó a un tercio de la entrada) y Bervick, que no se fiaba de las reiteradas promesas incumplidas del promotor, se negaba a subir al ring si no cobraba por adelantado. Ni tan siquiera había campana con la que anunciar el final de cada asalto y a última hora se hicieron con un cencerro que utilizaron para semejante cometido. Estados Unidos vivió casi de espaldas a aquel desastre porque ninguna de las grandes televisiones compró los derechos para ofrecer el combate en directo y solo un pequeño canal por suscripción sin apenas alcance lo ofreció a sus clientes.

Sobre la pelea en sí hay muy poco que contar. Un boxeador como Berbick, lento y de pegada muy justa, nunca hubiese estado a la altura de la versión más discreta de Ali. Pero las cosas fueron muy diferentes aquella noche en Nassau. Muhammad solo dio la cara en los primeros asaltos en los que al menos fue capaz de enganchar un par de combinaciones que apenas hicieron daño a su rival. Pero a partir del tercer asalto la pelea fue una sucesión de golpes en el cuerpo de Ali que no tenía aire ni piernas para moverse. La situación llega al punto de que en mitad del séptimo asalto es el propio Berbick quien le pide al árbitro que detenga el combate porque aquello había dejado de tener ningún sentido, pero el circo debía continuar. El canadiense entonces siguió golpeando a Ali, pero bajó algo la intensidad de sus combinaciones. Ya era imposible perder la pelea y el respeto a la leyenda pesó en él. Cuando sonó el cencerro que marcó el final del último asalto Berbick se abrazó a su rival, que estaba completamente perdido, y le dijo “te quiero mucho tío y seré campeón del mundo por ti”. Un balbuceante Ali, al que apenas se entendía, asumió allí mismo el final: “MI boxeo se ha ido. No lo hice mal para un viejo, pero me voy siendo guapo, sin un rasguño, sin sangre en mi cara. Se acabó”. Este deporte, tan aficionado a bautizar los combates para hacerlos más inolvidable, llamó a aquella noche “Drama en las Bahamas” aunque cualquier aficionado ha enterrado el duelo en el fondo de su memoria. Solo queda el hecho simbólico de haber sido la última pelea de Ali, la que nunca debería haber aceptado.

Efectivamente Muhammad Ali ya no volvió a subirse a un ring. El 11 de diciembre de 1981, hace hoy justo 42 años, escribió la última página de su leyenda. Veinte meses después se hizo oficial que sufría de Parkinson pese a que los primeros síntomas ya eran muy evidentes antes de su última pelea contra Berbick. El canadiense cumplió la promesa que hizo sobre el ring y efectivamente llegó a ser campeón del mundo de los pesados en 1986 de manera efímera porque su primera defensa la hizo contra Mike Tyson y duró apenas dos minutos antes de irse a la lona. Berbick, el último hombre que ganó a Ali, tuvo una carrera corta, se vio involucrado en más de un incidente desagradable y acabó sus días de la peor manera. Su sobrino Harold de veinte años y un cómplice le asesinaron en 2006 tras golpearle repetidamente en la cabeza con una barra de hierro y un machete. Siempre se creyó que el litigio por unas tierras estaba detrás de aquel suceso que puso fin a los 52 años con el otro protagonista de la noche de Nassau.

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