Un ramo de flores para Coppi en Lugano

En meta le esperaba para felicitarle Giulia Occhini, la mujer con la que había iniciado una relación que escandalizaría a Italia

Coppi, en el podio de Luganojunto a Giulia Occhini.

Coppi, en el podio de Luganojunto a Giulia Occhini.

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

Una de las anomalías históricas del ciclismo era que en 1953, con Bartali en su última temporada profesional y Fausto Coppi meditando en qué momento se bajaba para siempre de la bicicleta y organiza su compleja vida personal, ninguno de ellos había sido capaz de ganar el Mundial de ciclismo en ruta. Reyes de su deporte durante quince años –aunque la Segunda Guerra Mundial se llevó por delante cinco años de absoluta plenitud física de ambos– tenían en esa compleja carrera de un día una barrera que no eran capaz de superar. Unas veces por circunstancias de la competición y otras por esa ambición enfermiza que sentían tanto por la victoria propia como por la necesidad de impedir el triunfo de su némesis. En ningún lugar se vio tan claro como en Valkenburg donde en 1948 se vivió una situación delirante que acabó con la retirada de ambos ciclistas en medio de la indignación de los miles de aficionados italianos que se habían acercado a la localidad holandesa con la ilusión de ver a uno de ellos vestido con el maillot arco iris. Bartali, que venía de ganar un Tour de Francia antológico, era aquel día el jefe de filas pero Coppi se negó a aceptar la situación y le advirtió: “Donde tu vayas yo iré”. Y así fue, entraron en un marcaje personal ridículo que acabó por desesperar a Bartali que decidió retirarse de la carrera y Coppi tomó la misma decisión.

Con el recuerdo de Valkenburg siempre presente la selección italiana se preparó para el Mundial de 1953 que se disputaba en la localidad suiza de Lugano, a muy pocos kilómetros de su frontera. La guerra que se organizaba cada año para seleccionar a los ciclistas que acompañan a Coppi y a Bartali, ya que cada uno quería colocar a sus principales lugartenientes en el equipo para evitar traiciones, fue menos porque el gran Gino se quedó fuera de la selección. Estaba escribiendo las últimas páginas de una carrera gloriosa. Con cerca de cuarenta años había sido cuarto en el Giro de ese año y disputó el Tour aunque estuvo muy lejos de los mejores. El Mundial no estaba en su hoja de ruta; todo lo contrario que sucedía con Coppi. Fausto había renunciado esa temporada a correr el Tour de Francia para centrarse en la única gran competición que faltaba en su palmarés. En el suyo y en el de Bartali.

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Sin Bartali en escena se suponía que componer el equipo sería sencillo, muy del gusto de Coppi, pero las cosas en el ciclismo italiano de aquel tiempo nunca eran fáciles. El principal objetivo de Fausto y de su inseparable Cavanna, el masajista ciego que le descubrió y que siempre pilotó su carrera, era que en el equipo estuviese el joven Michele Gismondi que cumplía su segunda temporada en el Bianchi y que era otro producto de la cantera de corredores de Cavanna. Se ganó su presencia en una carrera organizada para perfilar el equipo y Coppi pareció respirar aliviado. Durante las semanas previas redujo al máximo su calendario de compromisos y competiciones y una semana antes del Mundial ya estaba instalado en Lugano junto a Gismondi estudiando el circuito, las zonas en las que podía atacar, dónde se podía uno relajar para avituallarse…solo se concedió un pequeño lujo y fue acercarse en julio a Francia para saludar a Gino Bartali y animarle desde la cuneta como un aficionado más. Aquel viaje al Tour lo hizo en compañía de quien años después sería su segunda esposa, Giulia Occhini, que en ese momento estaba casada con el doctor Locatelli, un acérrimo seguidor de Coppi. Un caso de adulterio que conmocionaría Italia los años siguientes y que en verano de 1953 daba sus primeros pasos con la complicidad del núcleo más cercano del ciclista porque era una evidencia que los gregarios no solo se dedican a llevar bidones de agua. El matrimonio de Coppi con Bruna, la mujer que llevaba con él desde que daba sus primeras pedaladas en el ciclismo profesional, estaba a punto de desmoronarse.

Fausto Coppi et Giulia Occhini en 1956

Fausto Coppi y Giulia Occhini en 1956

El día antes del Mundial de Lugano descubrió que las cosas no iban a ser tan sencillas a nivel interno como imaginaba. Además de Coppi la selección italiana estaba formada por Defilippis, Fornara, Gismondi, Fiorenzo Magni, Petrucci, Vincenzo Rossello y Astrua. En la reunión previa a la carrera hubo una especie de motín liderado por Petrucci que, pese a ser corredor del Bianchi, se revolvió contra su líder. Le apodaban “Le Meteore”, había ganado ese año un monumento como la Milán-San Remo (su segundo triunfo consecutivo) y no era la primera vez que reclamaba su espacio. Sin medir con excesiva precisión sus posibilidades reales, Petrucci, que a final de temporada abandonaría el Bianchi, consideraba que podía heredar el lugar que Coppi, más temprano que tarde, iba a dejar y advirtió que jugaría sus propias cartas en la prueba. Otros ciclistas, como por ejemplo Magni –considerado el “tercer hombre” del ciclismo italiano y que esa misma temporada había ganado tres etapas en el Giro de Italia y dos en el Tour de Francia–, también se mostraron recelosos e insistían mucho en si Gismondi estaba allí para ayudar solo a Coppi o lo haría con cualquiera de ellos en caso de necesidad. La respuesta era evidente. A Alfredo Binda, seleccionador italiano y acostumbrado a lidiar con ese gallinero desde hacía mucho tiempo, le costó poner paz aunque nada quedó demasiado claro. Coppi sabía que solo se podía fiar de forma ciega de Gismondi y estaba seguro de que algunos de los corredores que la noche previa cenaban a su lado estarían felices en caso de que él no consiguiese el triunfo.

A mediados del siglo pasado el Mundial de ruta nunca se diseñaba pensando en las grandes estrellas del pelotón. Habitualmente eran recorridos largos, sin demasiadas dificultades orográficas que premiaban por encima de todo a corredores veloces y grandes rodadores. El cambio en ese diseño vendría unos años después. Lugano no era una excepción aunque a diferencia de lo visto en ediciones recientes incluía la ascensión a La Crespera, una pequeña cuesta adoquinada que había que superar en las dieciocho vueltas que se daban a un recorrido de poco más de quince kilómetros. Allí había terreno para quitarse de encima a las compañías incómodas. Coppi, metódico como siempre, la estudió a conciencia durante el tiempo que estuvo concentrado en Suiza en compañía de Gismondi y acabó por conocer cada uno de los adoquines que la formaban.

A la hora de la carrera la posible rebelión de Petrucci en la selección italiana importó bastante poco porque Fausto Coppi lanzó un ataque descomunal a ochenta kilómetros de la meta para irse en busca de la victoria. Hasta entonces la carrera había ido muy controlada, gracias en buena medida al trabajo realizado por Gismondi. El problema es que en la fiesta se quiso colar un belga llamado Germain Derycke, mucho mejor llegador que él, que se fue a su rueda y resistió varias de la subidas a La Crespera. Así llegaron a la última vuelta al circuito en la que Coppi era consciente de la obligación de quitárselo de encima porque de lo contrario se enfrentaba a un problema muy serio. Hizo la última subida al tramo adoquinado probando de todo, pero Derycke resistía. En la última curva en herradura fue donde Coppi soltó ya todo lo que llevaba dentro y el belga cedió unos metros que pronto se convertirían en un hueco insalvable. Los plomos se le fundieron del todo y Fausto, con los calambres provocados por el exceso de cafeína mandándole constantes avisos, voló en busca de un maillot que le esperaba diez kilómetros más allá. En Lugano le esperaba el arcoiris y una mujer con un ramo de flores. Era Giulia Occhini a quien había llevado a Suiza el responsable de Bianchi con la idea de darle una sorpresa a Coppi. Su presencia en el palco y la complicidad con Coppi fue como darle “oficialidad” al escándalo que vendría los meses siguientes. Curiosamente el ciclista dedicó la victoria, la última grande de su carrera deportiva, a su madre Angiolina y a su hija Marina. Ni una palabra de Bruna, su mujer, que vio en meta su victoria y lo esperaba en un hotel de Lugano.

El regreso a Italia fue triunfal. Cientos de aficionados esperaban en la frontera el paso del automóvil donde viajaba el nuevo campeón del mundo en compañía de Bruna, Cavagna y Gismondi. El día fue complicado en los pasos fronterizos porque era tan grande la cantidad de aficionados italianos que se habían desplazado a Suiza para presenciar la victoria de Coppi que hubo que levantar las barreras para evitar un colapso gigantesco. La rotativa de La Gazzetta dello Sport estuvo trabajando durante casi todo el día para poner en circulación más de seiscientos mil ejemplares del periódico, el doble de lo que se hubiera considerado una venta espectacular. Como siempre solía suceder en estos casos, a su llegada a casa una de las primeras felicitaciones que Fausto Coppi recibió fue la de Gino Bartali. La anomalía de que la mejor pareja de ciclistas de su tiempo, los protagonistas de la rivalidad más extraordinaria que se recuerda en este deporte, no tuviese un maillot arcoiris ya era historia.

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