Historias irrepetibles

El hombre de los calcetines rojos

El carismático David Bedford tuvo una carrera muy corta, penalizado por un régimen de entrenamientos salvaje, pero antes de que su luz se apagase recibió la compensación de lograr el récord del mundo de los 10.000 metros del que ahora se cumple medio siglo

David Bedford durante una carrera

David Bedford durante una carrera

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

Antes del advenimiento de la asombrosa generación de mediofondistas que formaron Sebastian Coe, Steve Ovett y Steve Cram el atletismo británico tuvo que atravesar un pequeño desierto. Sorprendente en un país que había alumbrado a grandes estrellas de este deporte, donde correr era parte de la formación escolar y las competiciones en pista eran un reclamo irresistible para los aficionados. Pero sucedió. Hubo un tiempo complicado sin grandes referentes que arrastrasen a las masas y mostrasen el camino a las siguientes generaciones. De aquel páramo les sacó un chico de Londres que a sus grandes condiciones atléticas añadió un carácter festivo y una imagen algo transgresora: pelo largo y alborotado, un considerable mostacho y esos calcetines rojos con los que corría y que acabaron por convertirse casi en un símbolo nacional. Se llamaba David Bedford y durante su tiempo, que fue corto, discutió el título de mejor fondista del mundo.

A comienzos de los años setenta, con veinte años recién cumplidos, el nombre de Dave Bedforf (la gente apenas le llamada David) saltó a los grandes medios después de su actuación en los campeonatos de cross del Reino Unido. Como tantos otros, Bedford era un producto del trabajo que se hacía a nivel escolar en busca de atletas. Casi todo el mundo corría en ese país y él no tardó en demostrar que tenía condiciones diferentes al resto. No era particularmente rápido (su gran hándicap) pero tenía una capacidad de resistencia única. En febrero de 1970 lo demostró con creces. Por edad podía competir aún en la prueba junior y decidió inscribirse en las dos carreras que se disputaban aquella mañana de febrero. Ganó a los chicos de su edad y veinte minutos después se alineó en la prueba absoluta que se disputaba en el exigente circuito de Parliament Hill, un inmenso parque al norte de Londres. Aunque sufrió de lo lindo en el arranque de la prueba y creyó que debería retirarse después de la primera gran subida que tuvieron que afrontar los atletas, Bedford recuperó el resuello y acabó por superar al resto de rivales. Tras ser preguntado en línea de meta, el atleta dijo con una sonrisa en la cara que ya antes de la prueba junior había corrido cinco millas a modo de calentamiento.

Tampoco era extraño eso que contaba. A finales de los sesenta muchos entrenadores abogaron por aumentar de forma exagerada los kilómetros semanales durante el periodo de carga invernal. Se hablaba con absoluta normalidad de llegar a los ciento cuarenta y se sabía que muchos de los grandes fondistas de ese tiempo hacían barbaridades parecidas. Bedford, que nunca estuvo bien entrenado, fue más allá. En sus años en el atletismo hubo semanas en las que alcanzó los doscientos kilómetros que repartía en tres sesiones diarias. Un sistema que acabaría por cobrarse su factura.

David Bedford, duranteuna competición.

David Bedford, durante una competición. / juan carlos álvarez

Bedford no tardó en saltar a las primeras páginas de los periódicos y a los noticiarios de televisión. Sobre todo cuando en 1971 en una prueba disputada en la pista de ceniza de Portsmouth estuvo a punto de batir el récord del mundo de 10.000 metros que en aquel momento tenía en australiano Ron Clarke (27:39). Ocho segundos le separaron de un objetivo que nadie imaginaba y que le valió para batir el récord europeo de la distancia. Con ese bagaje se convirtió en el favorito para conquistar el oro en el Europeo que ese año se disputaba en Helsinki. La primera gran competición en la que comprendió el enorme hándicap que suponía su pobre final. Aunque trató de romper la carrera fue incapaz de librarse de un grupo numeroso de atletas que se soldó a sus talones y que en el apretón final le pasaron por encima para relegarle a la sexta posición.

Llegó 1972, el que tenía que ser el gran año de su vida. Le esperaban los Juegos de Múnich y sobre él comenzó a existir cierta presión. Se había convertido en un tipo popular. A la gente le gustaba su estilo desaliñado, su carácter jovial y aquellos calcetines rojos le daban un toque extravagante que los británicos siempre han recibido de buena gana. Incluso adornaba sus logros en la pista con algún incidente que servía para alimentar de paso a los tabloides. Como aquella bronca en un bar de Dusseldorf (donde estaban para disputar el Mundial de cross) y que acabó con buena parte de la selección inglesa pasando la noche en el calabozo de una comisaría e hizo que Bedford perdiese la capitanía del equipo.

Todas las expectativas que había en torno a Bedford se dispararon después de las pruebas olímpicas que se disputaron aquel mes de julio en la pista de Crystal Palace, llena a reventar por un público entusiasta que por encima de todo querían verle en acción. Fue un fin de semana mágico pero al mismo tiempo algo decepcionante. Pese a que el objetivo era otro, Bedford salió a correr la carrera de 5.000 metros dispuesto a derribar el récord del mundo que también tenía Ron Clarke. Un ejercicio vigoroso pero que terminó en un crono cruel de 13:17:2, otro récord de Europa y a solo seis décimas del registro del australiano. Con el cuerpo lleno de amargura, solo diecinueve horas después, volvió a ponerse las zapatillas para salir a la pista londinense donde fue recibido como un héroe para disputar los 10.000 metros. Como si el cansancio no hiciese mella en él y ajeno al intenso calor que hizo aquellos días en Europa otra vez se lanzó en busca del récord mundial en un ejercicio tan conmovedor como inútil. Otra gran marca por debajo de los veintiocho minutos pero a diez segundos del crono de Ron Clarke. Se sintió derrotado, pero el público no lo veía así. La ovación como agradecimiento a aquel histórico fin de semana por parte de las veinte mil personas resultó atronadora. En veinticuatro horas había rozado los dos récords del mundo.

Con ese precedente Bedford llegó a Múnich convencido de sus inmensas posibilidades de alcanzar la gloria olímpica. Pero otra vez le condenó el nervio. En aquel momento había eliminatoria previa de los 10.000, lo que disparaba el desgaste para los fondistas que como él habían decidido doblar. Lejos de guardar salió a disputar la clasificatoria a todo lo que daban sus piernas. Se impuso en su serie y estableció un nuevo récord olímpico de la distancia, un esfuerzo que perfectamente podía haberse ahorrado, pero que evidentemente disparó el interés por la prueba en Inglaterra. Y él ayudó considerablemente cuando unas horas antes de la final dijo a la televisión: “No hagan planes para esta tarde. Reúnan a la familia junto al televisor para verme ganar la medalla de oro en los Juegos Olímpicos”. El problema es que sus rivales no tenían la misma idea. Bedford, que siempre iba de cara, tomó la responsabilidad de una prueba rápida pero tal y como le sucedió en el Europeo del año anterior no consiguió deshacerse de sus rivales que acabaron por superarle. Ganó el finlandés Viren batiendo el récord del mundo (27:38.4) y Bedford solo pudo ser sexto. El desgaste y la decepción le dejaron también sin opciones en el 5.000 donde no pudo pasar del duodécimo puesto. Volvió a casa con el ánimo tocado y no encontró precisamente palabras reconfortantes porque los medios de comunicación no ahorraron críticas hacia su actuación.

Pero a Bedford le faltaba un momento de gloria. El 13 de julio de 1973, en los campeonatos nacionales, regresó a la pista de Crystal Palace para disputar los 10.000 metros. A nadie había confesado su objetivo, entre otras cosas porque fue planificado apenas una semana antes, pero aquella noche salió dispuesto a quitarse de encima una larga historia de decepciones. Corrió como nunca ante un público entregado aunque no demasiado numeroso que le empujaba en aquel esfuerzo solitario. El temor de un posible hundimiento en las últimas vueltas se disipó y Bedford finalizó con un crono deslumbrante de 27:30.8 que suponía rebajar en ocho segundos el récord del mundo que solo un año antes había establecido Lasse Viren. Más que de alegría los gestos fueron de liberación. También para el atletismo británico que no batía un récord del mundo desde que Chris Chataway lo hiciese en los 5.000 metros en 1954.

Con veinticuatro años los problemas en el talón de Aquiles acabaron con su carrera

Dave Bedford no había cumplido los 24 años y esa noche, de la que ahora acaban de cumplirse cincuenta años, fue su último gran día en el atletismo porque a continuación llegaron las lesiones. El desbocado plan de entrenamiento al que se había sometido durante años comenzó a cobrarse sus facturas y su Aquiles ya nunca se recuperaría. No volvió a ningún gran campeonato y su participación en competiciones era poco menos que anecdótica. Ejerció el papel de leyenda con modestia, prestando sus servicios a diferentes organizaciones y trabajando para convertir el maratón de Londres en lo que es. El maratón fue su cuenta pendiente porque todo el mundo le auguraba una carrera brillante en esa distancia. Pero solo disputó uno en su vida y fue después de una noche de borrachera. En 1981 apostó que al día siguiente podría completar el maratón de Londres y casi de reenganche, tras comerse un curry de madrugada, se presentó en la salida y completó su objetivo. Estas historias alimentaban la leyenda de un tipo especial que hace más de veinte años tuvo que litigar con una empresa de información telefónica que utilizaba como imagen en sus anuncios a un par de tipos patéticos con bigote y pelo largo que corrían con calcetines rojos. La autoridad regulatoria le dio la razón por el uso indebido de su imagen aunque no prohibió la emisión de los anuncios que ya habían sido emitidos. “Fue un malentendido” dijo la compañía. Bedford fue más concluyente: “Son unos bastardos”. 

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