Duelo al sol

Jack Nicklaus y Tom Watson libraron en el Open Británico de 1977 un memorable mano a mano que movió multitudes y que no se resolvió hasta el último golpe

Watson y Nicklaus, en un momento de la última jornada.

Watson y Nicklaus, en un momento de la última jornada.

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

No podían soñar los socios de Turnberry, el campo situado en la costa suroeste de Escocia y que durante la Segunda Guerra Mundial se convirtió en una de las bases aéreas de la RAF, que su estreno en el Open Británico sería tan antológico. Después de muchos años de espera recibieron el encargo de organizar el torneo de 1977 y el destino quiso regalarles el mano a mano entre dos jugadores más extraordinario que posiblemente haya vivido el golf. Dos leyendas, Tom Watson y Jack Nicklaus, derrocharon magia a lo largo de dos jornadas hasta decidir el torneo en el último golpe después de horas de frenesí. Esta semana, que se disputa una nueva edición del Open Británico, la BBC tiene previsto estrenar un documental con la intención de hacerle justicia al mejor partido de la historia.

El de 1977 fue un verano particularmente seco en las Islas Británicas. Se pudo comprobar en aquella edición del torneo. El campo parecía quemado en algunas zonas, con la hierba amarilla y excesivo polvo que salía de los caminos de tierra que lo recorren. Un paisaje extraño para un Open Británico tradicionalmente asociado a la pelea contra la meteorología. Solo el inevitable viento procedente del mar y alguna inoportuna tormenta, sobre todo el viernes, añadieron dificultades a las propias de un campo ya de por sí muy complicado y repleto de trampas.

Tom Watson y Jack Nicklaus eran posiblemente los dos mejores jugadores del mundo (Seve aún no había llegado a la cima) aunque los dos llegaban en circunstancias bien diferentes producto de los diez años de diferencia que había entre ellos. Con 37 años a cuestas Jack Nicklaus acumulaba catorce victorias en “majors”, dos de ellas en el Británico, y nadie podía discutir que estábamos ante el mejor jugador que ha dado el golf. El “gordito de Ohio”, el apodo con el que maliciosamente le bautizaron los rivales cuando llegó al circuito profesional, había desaparecido y reemplazado por el “Oso dorado”. Tom Watson, del orgulloso estado de Kansas como a él mismo le gustaba repetir, se suponía que era el elegido para destronar en algún momento a Nicklaus. Con 27 años había ganado dos grandes, un Open Británico y el Masters de Augusta disputado solo unos meses antes de que ambos se viesen las caras en Turnberry en 1977.

El marcaje que Nicklaus y Watson se hicieron aquella semana fue una cosa excepcional. Primero en la distancia, luego frente a frente. Los dos entregaron el primer día una tarjeta de dos golpes por debajo del par lo que les situó en la tercera posición a un par de impactos del líder. En la segunda vuelta, en la que el campo estuvo más duro y los resultados fueron discretos por lo general, ambos volvieron a calcar sus marcadores y se mantuvieron con dos golpes por debajo del par. Estaban a solo uno del líder, el norteamericano Roger Maltbie, y ya parecía que el torneo se empezaba a inclinar a un duelo entre ambos aunque en la escena aparecían otros candidatos como Lee Treviño y Hubert Green (igualados con ellos tras esas dos primeras jornadas) o el sorprendente y luminoso Seve Ballesteros que, con solo veinte años y un año después de haber perdido por poco ese mismo torneo, iba un golpe por detrás.

La excitación del público era tanta que el partido hubo de detenerse 20 minutos

Quiso la suerte que Nicklaus y Watson quedasen emparejados para la tercera jornada lo que supuso una condena para el resto de aspirante a la victoria final. Empujados por su infinita ambición y su calidad extrema los dos norteamericanos se exigieron al máximo para ofrecer una tarde de golf brillante en la que solo sobró la pequeña tormenta que hizo detener su partido durante veinte minutos. Lo demás fue un festival en el que ambos encontraron su mayor motivación en lo que hacía su rival. Cerraron la jornada con 65 golpes (cinco por debajo del par pese a que el campo no estaba sencillo) y eso fue la ruina para el resto de candidatos. El día se cerraba con Nicklaus y Watson en lo alto de la clasificación mientras el tercer clasificado (un Ben Grenshaw que había jugado de forma espléndida) estaba ya a tres golpes y se daba por descontado que en la última jornada nadie sería capaz de vencer a los dos. Podría darse el caso de que uno fallase, pero entraba fuera de todo pronóstico un desmoronamiento de ambos.

Watson y Nicklaus, en un momento de la última jornada.

Watson y Nicklaus, en un momento de la última jornada. / juan carlos álvarez

Turnberry se preparó para la jornada final, disputada el sábado 9 de julio y en la que se confirmó uno de los grandes temores de la organización: el problema del tráfico. El campo entonces solo tenía una pequeña carretera de acceso que se colapsó toda la mañana debido a los miles de aficionados que deseaban asistir a aquel duelo que prometía ser antológico: los dos mejores jugadores del mundo jugándose el Británico cara a cara después de tres vueltas idénticas (68,70 y 65). Más allá del nivel que ambos ofrecieron en aquel duelo memorable una de las grandes noticias del día fue el gentío que les acompañó y que obligó al Británico a partir de aquel momento a ser mucho más restrictivo en los accesos para evitar muchas de las escenas que se vieron durante la jornada.

Nicklaus, que eligió para ese día un jersey amarillo y unos pantalones azules, comenzó la jornada mucho más asentado. Hizo valer su temple y la costumbre de verse en esa clase de situaciones ante un Watson tan volcánico como su vestimenta (pantalones de cuadros y camisa verde). En el hoyo cuatro la ventaja a favor del “Oso Dorado” se había ido a los tres golpes. Un momento delicado del que Watson salió con dos putts estratosféricos para comprimir la clasificación y situarse a un solo tiro. La primera hora y media de juego demostró que el juego de Nicklaus era mucho más estable (ni un bogey en la jornada y llegó a firmar ocho pares de forma consecutiva) mientras Watson, más explosivo e impetuoso, alternaba los momentos brillantes con pequeños errores.

Niclaus y Watson tras el memorable Open Británico de 1977

Niclaus y Watson tras el memorable Open Británico de 1977

Cuando el partido pasó por el hoyo nueve la muchedumbre ya no pudo contenerse. Eran tantos miles los que seguían el partido que comenzaron a invadir las calles para conseguir una mejor posición y cada vez que golpeaba el último jugador se producía una estampida para tratar de buscarse un hueco para asistir al siguiente golpe. Una situación que llegó a poner en peligro a los propios jugadores y que provocó que el caddie de Watson fuese arrollado y se torciese la muñeca en la caída. La organización detuvo el partido durante veinte minutos intentando poner un poco de cordura en aquel desmadre. Sirvió solo relativamente porque las carreras, los empujones y la locura se mantuvo el resto de la tarde. Como dijo Roger Maltbie que seguía el partido “no es el público gentil y bien educado del que tanto hemos oído hablar en el Open Británico”.

Watson levantando el trofeo del Open Británico de 1977

Tom Watson levantando el trofeo del Open Británico de 1977

Un birdie de Nicklaus en el hoyo doce le situó con dos golpes de ventaja, pero Watson sacó entonces la magia de su chistera. Respondió en el trece y en el quince embocó un putt prodigioso desde casi veinte metros que provocó un griterío salvaje. Estaban igualados con solo tres hoyos por jugar. No había mejor desenlace posible a aquella semana de golf. En la salida del dieciséis, en medio de una tensión terrible, cruzaron sus miradas y por primera vez en mucho tiempo entablaron algo parecido a una conversación: “Supongo que esto es de lo que se trata” le dijo Watson sonriendo. A lo que Jack respondió: “No lo dudes”. Ambos firmaron el par en ese hoyo, pero en el siguiente Watson, que seguía iluminado, logró otro birdie y por primera vez se veía por delante en la clasificación. Solo restaba el complicado dieciocho en el que Nicklaus no salió bien. Watson colocó con su segundo golpe la bola a un metro de la bandera mientras Jack se dejó un putt casi imposible de más de once metros desde el borde del green y con una caída muy pronunciada. El caddie de Watson, Alfie Fyles, le dijo en ese momento “ya lo tiene, señor, ya lo tiene”. Pero el de Kansas le miró y le dijo: “Lo va a meter, no sé cómo, pero va a meter ese putt”. La multitud contuvo el aliento durante unos minutos. Nicklaus se concentró y ejecutó posiblemente uno de los mejores putts de su larga y extraordinaria carrera. Fallarlo era despedirse ya del torneo. Como teledirigida, tras superar los desniveles que había en el camino, la bola durmió en el fondo del hoyo y la explosión del público, que soñaba con un desempate al día siguiente a dieciocho hoyos según rezaba el reglamento en ese momento del Open Británico, fue atronadora. Una locura nunca vista. El propio Nicklaus se vio obligado a contener a la masa. Como un sacerdote que dirige un oficio levantó los brazos para pedir silencio y los miles de aficionados se callaron al instante. Watson no dudó demasiado para ejecutar el putt corto que necesitaba para llevarse el torneo. Bajo un silencio sepulcral golpeó la bola con decisión y selló su victoria con 65 golpes en la última jornada, solo uno menos que su rival. Nicklaus se fue a darle la mano y ambos abandonaron el green cogidos por los hombros como dos colegas que acaban de finalizar su partida de los domingos. Pero acababan de regalar uno de los grandes episodios de la historia del deporte, el que siempre se conocería como el “Duelo al sol”, nombre con el que fue bautizado el hoyo 18 de Turnberry. Quien mejor lo explicó fue Hubert Green, tercer clasificado a diez golpes del segundo, que dijo poco después: “Yo gané este torneo de golf porque no tengo ni idea a qué deporte estuvieron jugados esos dos tipos”.

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