Historias irrepetibles

El chico de los cereales

Bob Richards, el único atleta con dos oros olímpicos en salto con pértiga, disparó su popularidad gracias a su presencia en las cajas de Wheaties donde apadrinó el eslogan del “desayuno de los campeones”

Bob Richards, en uno de sus saltos.

Bob Richards, en uno de sus saltos. / FDV

Juan Carlos Álvarez

Juan Carlos Álvarez

Lo normal es que Bob Richards hubiese sido un pequeño delincuente de Champaign, la ciudad de Illinois en la que creció. Era el tercer hijo de una familia desestructurada, con demasiados problemas entre sus padres que desembocaron en un traumático divorcio y que forzaron a los tres hermanos a buscarse la vida como buenamente podían. A Bob le atrajo la calle, las pandillas, las peleas, las gamberradas que no tardaron en convertirse en pequeños actos delictivos. El camino era inquietante si no se hubiese cruzado en su camino la religión. Tom Patrick, el pastor de la Iglesia de los Hermanos (una iglesia cristiana anabaptista), le apartó de las malas compañías y fue reconduciendo su camino. Richards encontró cierta paz en el rezo y en el deporte que comenzó a practicar de forma intensa. En el instituto se convirtió en uno de los líderes del equipo de baloncesto, pero con lo que realmente disfrutaba era con el salto con pértiga. Una disciplina a la que llegó por casualidad, pero que le generó una tremenda adición. Llegó al punto de que no podía dejar de practicar y para compensar los días que no había entrenamiento o la pista se encontraba cerrada habilitó su propio foso de salto en el patio trasero de su casa. Hizo un hoyo, colocó colchones viejos y el rudimentario listón se sostenía entre la rama de un árbol y un poste telefónico, caprichosamente colocados para ofrecerle una buena solución a su propósito.

Sus progresos con la pértiga fueron inmediatos. Pronto su presencia en las canchas de baloncesto se convirtió en testimonial mientras intensificó sus horas de entrenamiento en la pista de atletismo. Con la ayuda del pastor Patrick, Bob Richard consiguió matricularse en el Bridgewater College -escuela afiliada a la Iglesia de los Hermanos en Virginia- y allí encontró mejores condiciones para evolucionar en el salto con pértiga. Cuando cumplió los veinte años se ordenó como miembro de la iglesia de la que se sentía en deuda. Lo celebró con su primer título de campeón universitario en Estados Unidos de salto con pértiga. Se le abría un abanico interesante para él. Con ese bagaje se presentó meses después a los Trials para los Juegos Olímpicos donde consiguió el pasaporte para acudir a Londres en 1948. Allí, pese a su inexperienca, consiguió subirse al podio al lograr una marca de 4,20 metros, la misma que logró el finlandés Kataja para ganar la plata. El oro fue para su compatriota Guinn Smith que superó los 4,30 metros. Pueden sorprender las marcas pero estamos en los tiempos en los que se utilizaban pértigas rígidas, que no se doblaban para impulsar a los atletas a los cielos. Aún estaban lejos los tiempos de la fibra de vidrio que cambiarían esta modalidad deportiva y llevaría los registros a una dimensión diferente.

Aquella fue su primera medalla en una cita olímpica, pero no la más importante. Sólo sirvió para reactivar sus ansias de conocer la gloria deportiva. Richards compatibilizó el atletismo con su intensa dedicación a la Iglesia de los Hermanos. Lo destinaron a diferentes centros de California donde se dedicó a la enseñanza antes de que las obligaciones atléticas condicionasen su agenda. Si quería triunfar en la pista no podía entregarse de un modo tan rígido a la iglesia. Llegó a los Juegos de 1952 en Helsinki con la ambición de ser campeón olímpico. En Finlandia había cierta tensión en el ambiente porque por primera vez en mucho tiempo los americanos se iban a ver las caras con los rusos en el arranque de la Guerra Fría y su distancia política acababa influyendo en cualquier otro ámbito. La competición de salto con pértiga duró más de cuatro horas, una eternidad que puso a prueba la resistencia de los deportistas. Richards consiguió finalmente la victoria gracias a un salto de 4,55 metros, cinco centímetros más de los que logró su compatriota Donald Laz. Uno de los derrotados fue el ruso Viktor Knyazev, con quien había hecho buenas migas durante aquellos días. Richards estaba feliz celebrando la victoria cuando se repente se encontró con Knyazev que le abrazó como si fuese un oso, una imagen entrañable pero que le generó algún problema. Miembros de la expedición estadounidense y algunos medios de comunicación llevados por el patriotismo mal entendido consideraron inadecuado el gesto. Richards se tomó aquello como una broma: “Somos atletas y compañeros, no soldados ni políticos” dijo a los periodistas que le preguntaron por la escena. Tiempo más tarde se explicaría con más rotundidad: “Un día saldremos de este nacionalismo preocupado por ondear banderas. De eso no se trata el espíritu olímpico”.

Cuatro años después Bob Richards llegó a Melbourne en busca de otra medalla de oro. Con treinta años ya sentía que era el momento de ir apartándose del atletismo, pero antes quería hacerlo por la puerta grande. Un salto de 4,56 metros (un centímetro por encima de su propio récord olímpico) le valió para subirse a lo más alto del podio por delante de su compatriota Bob Gutowski y del griego Roubanis. Richards se convirtió en el primer atleta que consigue dos medallas de oro olímpicas en salto con pértiga, algo que nadie ha sido capaz de repetir.

Aquella victoria de Bob Richards disparó su popularidad en Estados Unidos hasta un punto que ni él mismo podía imaginar. En todo el país se le conocía como el “pastor del salto” o el “vicario del salto” por su relación entre el deporte y la religión, los dos motores de su vida. Aprovechando su fama, la firma de cereales Wheaties, una de las grandes compañías de este segmento en el país, le contrató como director de su programa de promoción de la educación física, siguiendo así la campaña nacional que el propio presidente Dwight Eisenhower había promovido desde la Casa Blanca. El rostro de Richards comenzó a aparecer en las cajas de cereales. Lo hizo desde 1958 hasta 1972. En aquel momento nació un término que sería conocido mundialmente: “El desayuno de los campeones” rezaba el eslogan de la caja de cereales junto a la cara de Bob Richards. El cuadro era casi perfecto para sus fines: un atlético estadounidense con un sonrisa que irradiaba confianza, salud y una vida ejemplar que además había reconducido su camino gracias a la llegada de la religión a su vida.

Gracias a esa popularidad su rostro comenzó a invadir las casas de los americanos no solo gracias a los cereales sino por la televisión o la radio que recurrían a él continuamente. También le llovieron invitaciones para dar charlas en escuelas o comunidades. El “coaching” del que tanto se habla hoy en día era algo que Richards ya había puesto en marcha mucho tiempo antes. Aquello le proporcionaba fama y le abría la puertas a nuevos contratos publicitarios. No contento con eso publicó un celebrado libro (“Corazón de campeón”), se retrató a sí mismo en una biografía televisiva y llegó a presentar un programa de televisión semanal destinado a niños en Los Ángeles. Además las grandes cadenas americanas le contrataron para cubrir la información de las ediciones de los Juegos Olímpicos que sucedieron después de su retirada. Y se calcula que ofreció más de diez mil discursos motivadores en toda clase de ámbitos.

En 1984 se presentó a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Populista

En sus continuos viajes por Estados Unidos, Bob Richards también desarrolló una cierta inquietud por la situación económica en la que vivían a comienzos de los ochenta muchos de sus compatriotas. Y dio un sorprendente paso adelante: presentarse a las elecciones. Fue el candidato del Partido Populista, una agrupación que defendía planteamientos muy radicales, en muchos casos propios de la extrema derecha. Entre ellos planteaban la abolición de los impuestos sobre la renta, la reducción a la mitad del gasto federal, el impago de la deuda nacional, la deportación de inmigrantes ilegales y la negación del derecho al voto a determinados segmentos de la población. Acudió a las elecciones de 1984 en las que Ronald Reegan se impuso con rotundidad a Walter Mondale. Richards consiguió un total de 66.000 votos en aquella convocatoria. Fue su gran último acto público. A partir de ahí siguió siendo convocado para participar en diferentes charlas, aunque la mayor parte de su tiempo ya lo pasaba en el rancho que se construyó en Texas. Fue allí donde pasó los últimos años de su vida y donde esta semana murió con 97 años de edad. Había prometido llegar a los cien, pero le falló el pronóstico.

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