Atletismo

Un vuelo de alas rotas

Isabel Moral, de 79 años, con polio desde que tenía 2, y su hermano Arturo, de 68, con Down, participarán en la Vig-Bay

Isabel y Arturo, dos hermanos y un mismo (dis) camino: a por su segunda VIG-BAY

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Marta G. Brea / Marta Clavero

Armando Álvarez

Armando Álvarez

Isabel Moral Rubio se recuerda con ocho años, recorriendo en silla de ruedas el muelle de Candás. Acaban de operarla una vez más de su maltrecha pierna. Isabel se ha escapado de la vigilancia familiar. Frena la silla en la rampa, se quita el vestido y se arroja al mar. Aún no sabe nadar bien. Se aferra al borde, se suelta y su cuerpo leva anclas. El agua siempre representará para ella esa libertad. Es un instante que condensa su espíritu: “Yo soy de lanzarme a la aventura”. Isabel, de 79 años, y su hermano Arturo, con Down, de 68, miembros de Discamino, participarán este domingo en su segunda Vig-Bay. 42 kilómetros en bicicleta, entre ida y vuelta. Nada que tema Isabel, acostumbrada a volar con alas rotas.

Su existencia es novelesca. Tragedia y romance se enredan a puñados. Nació en noviembre de 1942 en Llanes, de insigne estirpe. “Mi madre decía que a los nueve meses ya corría. Supongo que presentía que iba a quedarme inválida”, exclama. A los dos años y medio enfermó de poliomielitis. Completamente paralizada al principio, la polio arraigó en su pierna derecha. Se sometió a catorce operaciones, entre los 5 y los 16. La trató un cirujano austriaco asentado en Gijón, Jorge Unterreiner, que le serró los huesos para estirárselos milímetro a milímetro. Describe la extremidad abierta, las agujas atornilladas, los desmayos de dolor, las inyecciones de morfina... Resume: “Sufrí muchísimo”.

Duele más el alma que la carne. Unterreiner le ganó 12 centímetros a la pierna. Solo el bastón distinguía a Isabel (“ahora los médicos me dicen que use muletas para ir más derechita”), adolescente inteligente y corajuda. Su padre había concluido que nunca se casaría por lisiada. Sus tías concordaron. Sería ella, la mediana entre los cinco hermanos, la destinada a cuidarlo cuando los otros, salvo Arturo, se emancipasen.

isabel Moral, con un vestido de novia de ganchillo confeccionada por ella.

isabel Moral, con un vestido de novia de ganchillo confeccionada por ella. / Archivo personal, tratada por MARTA G. BREA

Isabel rompería esas cadenas. Su padre aceptó pagarle los estudios, imponiéndole Empresariales. Ella cateó inglés y acabó enamorándose del profesor que le contrataron, Luis O’Neill de Tyrone, un irlandés diez años mayor, de quien enviudó en 2015. Se casaron a un mes de que ella cumpliese 18 pese a la oposición paterna, que la llevó a refugiarse en casa de un amigo. Vivieron en Tánger “en los tiempos del cuplé”; también en Zaragoza, Madrid... Ella acabó rescatando a su madre y a sus hermanos pequeños del yugo de su padre. Se los trajo a todos a vivir a Vigo, donde su marido administraba sociedades, hace 46 años. Ahí sigue, a escasos metros del mar, con la familia en su regazo, rodeada de perros, gatos, gallinas, peces, ranas, tortugas y palomas.

Isabel está escribiendo su autobiografía. La precisión de su memoria la bendice y la tortura. Con cada letra retoñan los pesares juveniles. Aunque ya se está asomando a épocas más felices. Ha sido madre, empresaria, diseñadora y criadora canina; ejerce de albañil en su chalet; posee una colección de trajes medievales que le reclaman en la Feira Franca; ha volado en parapente; planea saltar en paracaídas y juguetear con delfines. Y aún le queda otra definición, que la devuelve a aquel muelle: “En realidad soy nadadora. Me tiro al agua y soy yo”.

Isabel, en su casa viguesa.

Isabel, en su casa viguesa. / MARTA G. BREA

Nadar fue el deporte que más se le acomodaba, siempre por su cuenta hasta que un día, en la piscina de O Carme, al concluir sus largos, se le aproximaron unas personas.

–¿Podemos hablar con usted? ¿Cuántos años tiene?

–Voy a hacer 71.

–Creíamos que era más joven.

–¿Vienen a hablar conmigo o a insultarme?

–Somos del Traviesas, Queremos que entre en nuestro equipo.

–No tenéis nada mejor que hacer y os queréis reír un poco. Tengo platos por fregar en casa. La juerga se acabó.

–Señora, por favor, pregunte usted en recepción.

Preguntó. Se lo confirmaron. La reclutaron. Desde entonces colecciona medallas y récords; entre otros, los de España de 1.500 y 3.000 metros en su categoría de edad.

Isabel, el día de su boda, con Arturo.

Isabel, el día de su boda, con Arturo. / Archivo personal, tratada por MARTA G. BREA

Isabel ha cuidado a Arturo desde que nació con síndrome de Down. “Lo crie yo”, condensa. A Arturo le enseñó a nadar y lo llevaba consigo a la piscina. “No le sacaba jugo. No era lo suyo”, asume. A Arturo, en realidad, le ha gustado la bicicleta desde aquella primera que Isabel le compró cuando tenía 12 años, pese a que su madre “puso el grito en el cielo”. Siguió montando hasta pasados los cuarenta, cuando le cogió miedo por una caída leve. Isabel se había empeñado en que retomase esa afición. Cuando conoció la labor de Discamino, se presentó en la sede, entonces con APAMP en Navia.

–Arturo, sube al tándem, a ver qué te parece –propuso Javier Pitillas.

Isabel no necesitó más prueba que la sonrisa de su hermano.

–Ya sé que le gusta. Pedaleará bien –anticipó.

Mientras Pitillas y Arturo daban una vuelta por los alrededores, Isabel se sentó en un banco a esperar, vestida con el chándal de ir a nadar, feliz por el éxito que ya masticaba. Y conoció a Silvia Rey: “Si Javier es el alma visible de Discamino, Silvia es el alma invisible”.

–¿Por qué no te subes a una bicicleta? –le propuso Silva tras admitirse los tuteos.

–Nunca me lo planteé ni se me pasó por la imaginación. De niña las veía en las revistas, pero cuando empecé con las operaciones...

Isabel se subió así a su primera bici y Silvia se convirtió en su primer piloto, impulsándola. Cuando regresó con Arturo, Pitillas anunció:

–Es un profesional. Tenemos un copiloto más.

Silvio le corrigió:

–Cuentas mal. Tenemos dos.

Isabel, durante un paseo con Discamino.

Isabel, durante un paseo con Discamino.

Arturo e Isabel, desde su adhesión, han participado en todas las grandes peripecias de Discamino, como la peregrinación a Santiago desde Roncesvalles en 2020. Pitillas aconsejaba a Isabel renunciar a los grandes puertos y ella terqueaba que los coronaría.

–Si me dejo el hígado, ya vendrán a recogerlo.

“Javier siempre me dice que soy la más peligrosa de los 140 copilotos que tienen”, se ufana la asturiana, que admira ese “sexto sentido que él posee para comprender a personas que ni siquiera pueden hablar. A Javier lo llamo papá y podría ser mi hijo”.

La del domingo será la segunda Vig-Bay de Isabel y Arturo. Ella no acude por los aplausos, colmada de tantos en los campeonatos de natación. Le obsesiona visibilizar la labor de Discamino: “Hay gente con discapacidad, accidentada, con problemas psicológicos, que se encierra en sus casas. Hay que sacarlos a las calles. En nosotros encontrarán una familia. Me despreciaron de niña. Me consideraban basura. Pero hay que vivir. Yo lo sé. He vivido a la pata coja”.

Miembros de Discamino, en el puente sobre el Lagares.

Miembros de Discamino, en el puente sobre el Lagares.

Discamino va con todo

Discamino acudirá al medio maratón de la Vig-Bay con todos los vehículos que posee: 31, entre tándems en línea, de triciclo grande y pequeño, handbikes y joëlettes. Lo que se traduce en 31 copilotos, con alguna discapacidad, y los pilotos necesarios –cada joëlette, especie de palanquín transportado a mano, precisa equipos que se releven–. Una representación notable de la entidad, compuesta por 39 colaboradores y 148 personas que practican senderismo o ciclismo adaptado. “No salimos con más porque no tenemos más bicis. Hay lista de espera”, se lamenta Javier Pitillas. Siempre se necesitan recursos, aunque vayan proliferando los patrocinadores: Povisa como principal y Turbo 10, Granisa, Marcelino Dispositivos de Anclaje, Fundación La Caixa, Alento, Amfiv, Elevaciones rama, Vigo Lunas, Renault Rodosa y Maier Ferroplast. A la Vig-Bay apetece volver. Pitillas recuerda el debut de Discamino, hace casi una década. Los 5.000 participantes improvisaron un pasillo y rompieron a aplaudir. “Se nos pusieron los pelos de punta”, revela Pitillas. “Se ha repetido cada vez. La organización siempre nos ha tratado con muchísimo cariño. Es la prueba más preciosa y emblemática. Todo el mundo la espera con ganas. Nos hace muy felices que puedan volver a hacerla”.

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