Con dos goles no se puede ir muy lejos en Europa. Bastante, mucha rentabilidad, había obtenido ya el Barça con los dos míseros tantos anotados ante el Dinamo de Kiev, uno en cada partidos, que le habían reportado seis puntos y la posibilidad de tener en sus manos la clasificación. El tercer gol no llegó –llegó, y encima de Ronald Araujo, un defensa, pero fue anulado por fuera de juego– ni cayeron los tres puntos que habrían dado el pase. El 0-0 ante el Benfica retrasa la obtención del pase a la sexta jornada. En mucho peores condiciones que las de anoche bajo el aguacero, por supuesto: a Múnich, ante el Bayern, la bestia negra del Barça, el ogro de las pesadillas más dramáticas, al margen de ser el líder invicto, incontestable del grupo.

No fue de extrañar ante tan raquítica delantera que Dembélé fuera recibido con todos los honores, bajo la condición del ídolo máximo. La apoteosis desató el extremo francés. Había una razón: Dembélé fue el revulsivo del Barça cuando agonizaba en Kiev y marcó Ansu Fati. La asociación de ideas era lógica, obviando que la última asistencia y el último gol del delantero fueron el pasado 11 de mayo.

Salió Dembélé en busca de otro milagro y, al final, el Barça se salvó con un clamoroso error de Seferovic que chutó fuera a puerta vacía tras driblar a Ter Stegen. El Benfica se quedó sin la opción de depender de sí mismo. La iniciativa sigue en manos del Barça, aún por delante. Los azulgranas deben ganar para no depender del Benfica-Dinamo. Así de fácil. Suena sarcástico pero el equipo tiene asegurado el pase a la Liga Europa.

Dibujó Xavi en la pizarra un once que igualaba en el campo al Benfica, con tres defensas y cuatro centrocampistas para que hubiera un duelo de uno contra uno en todas partes. Lo mismo que hizo Koeman en Lisboa con tan funestos resultados, aunque con cinco jugadores distintos. No fue un problema de nombres, sino de instrucciones y de comprensión del juego.

La asimetría del equipo con Nico más avanzado que Busquets y De Jong, con Alba desalineado respecto a los defensas –era más centrocampista que otra cosa, y más exterior que interior– no desordenó al equipo precisamente porque cada uno sabía con quien se enfrentaba. Un gol anulado a Otamendi certificó que el Barça supo defenderse excepto a balón parado. Con Lenglet y Araujo se ganó en contundencia. El juego se construyó más adelante.

Hubo juego, claro. Lo que no hubo es remate y sensación de peligrosidad suficiente para que el Benfica se mantuviera preocupado por defender más que en pensar que ellos tenían la misma oportunidad que el Barça: ganando avanzaban a su rival en la clasificación. No andaba muy sobrado el cuadro portugués, que enseñó las garras de lejos, sin arañar. Nunca arriesgó, esperando el fallo azulgrana, cada vez más impreciso, entonces sí más desordenado por su ansiedad en llevarse el partido y la clasificación que tuvo tan cerca y que ahora se aleja tanto.