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Historias irrepetibles

El Balón de Oro que nadie imaginaba

El húngaro Florian Albert, que cargó con la herencia del maravilloso equipo de los cincuenta, se impuso a la realeza del fútbol europeo para ganar una de las ediciones más sorprendentes de este galardón

Albert remata en un partido con la selección húngara

Dentro de unas pocas semanas el fútbol volverá a enredarse en el debate tradicional en estas fechas sobre el ganador del Balón de Oro, el premio que distingue al mejor jugador del año y que ha terminado por convertirse en el mayor reconocimiento individual que se puede recibir en este deporte. Lo que parece claro es que no habrá una gran sorpresa a diferencia de lo sucedido en 1967 cuando el palmarés incluyó a un futbolista con el que nadie contaba: Florian Albert.

El día antes de la Navidad de 1967 todo estaba tranquilo en la casa de Florian Albert. Los dos niños pequeños jugaban mientras el futbolista del Ferencvaros y su mujer, Irén Bársony, una actriz con la que se había casado cuatro años antes, iniciaban los preparativos de la cena de esa noche en la que no iba a faltar la sopa de pescado con paprika, tan presente en las casas de los húngaros en esas fechas. Florian Albert venía de protagonizar otro gran año. A los 27 años su juego había alcanzado la madurez absoluta y era la principal estrella de un país que mantenía la ilusión por reverdecer las tardes de gloria de los Puskas, Czibor o Kocsis. La gente le quería, su afición le idolatraba y había cumplido la promesa que hizo a su padre, hincha del Ferencvaros, de darle títulos importantes al club. No le podía pedir mucho más a la vida mientras trasteaba aquella mañana en su casa de Budapest.

Entonces sonó el teléfono. Le llamaba el presidente de la Federación Húngara para comunicarle que en Francia el diario L’Equipe acababa de anunciar que él había ganado el Balón de Oro correspondiente al año 1967. Una noticia que el fútbol húngaro festejó como un título por el reconocimiento que suponía para el país. Albert se quedó tan asombrado como buena parte de sus paisanos. Era verdad que estaba entre los grandes jugadores del continente, pero nadie imaginaba que los 24 periodistas encargados de la elección fuesen a inclinarse por un jugador alejado de los grandes campeonatos. La cuestión es que Albert arrasó en aquella elección en la que estremece escuchar el nombre de quienes quedaron tras él. Logró 60 puntos, mientras Bobby Charlton (aún resonaba el eco del Mundial ganado el año antes por Inglaterra) se quedó en 40; Jimmy Johnstone (estrella del Celtic campeón de Europa ese año) en 39; y algo más alejados finalizaron Franz Beckenbauer y el portugués Eusebio. La realeza del fútbol europeo.

El premio solo tenía once años de vida, pero ya se había hecho con un importante prestigio. Florian Albert colgó el teléfono incapaz de sacarse de encima aquella mezcla de alegría y sorpresa. Disfrutó de su regalo navideño en familia y a los pocos días volvió a su principal tarea: fabricar goles de todas las formas posibles para su club y para la selección de su país.

Albert posa con el Balón de Oro que se concedía en aquel momento

Florian Albert era hijo de un herrero húngaro y de una croata húngara (una minoría étnica en aquel país) que había nacido en Hercegszántó, un pueblo próximo a la frontera con la antigua Yugoslavia, durante la Segunda Guerra Mundial. La muerte de su madre cuando él solo tenía dos años llevó a su padre a tomar la decisión de trasladarse a la capital, Budapest, donde entendía que encontraría más medios para sacar adelante a sus tres hijos. Florian inició entonces con sus hermanos mayores el viaje a la ciudad a la que ya permanecería unido para siempre.

El fútbol callejero fue su principal entretenimiento. Ese deporte se había convertido en una religión gracias a aquella selección maravillosa de los años cincuenta en el que jugaban Puskas, Szibor, Kocsis, Hidegkuti y tantos otros. Florian Albert ingresó en el Ferencvaros en pleno apogeo del fútbol húngaro, en los años del 3-6 en Wembley a Inglaterra o el subcampeonato mundial de 1954 que nunca debió escapárseles en la final frente a Alemania. Poco podía imaginar que él tendría que coger muy pronto la bandera de quienes eran sus ídolos.

Jugó toda la vida en el Ferencvaros, fiel al equipo del que era aficionado su padre

En 1956, a raíz de los incidentes que acompañaron a la llamada Revolución Húngara, el fútbol del país magiar vivió una absoluta conmoción con la fuga de sus principales estrellas. Puskas, Czibor y Kocsis se exiliaron para encontrar acomodo en España. Una puñalada para el fútbol del país y una traición para las autoridades que les declararon enemigos de la patria. La situación de orfandad en la selección del país era inmensa. Un par de años duró la depresión, pero alguien se dio cuenta de que ya estaba bien de lamentarse y de buscar venganza contra los “desertores", que lo importante era hacer lo posible por llenar ese hueco cuando antes y fue ahí cuando alguien se acordó de un chico que jugaba de delantero en el Ferencvaros y que tenía impresionado a todo el mundo.

Florian Albert llegó con 17 años al primer equipo del Ferencvaros. Su cuerpo no parecía el de un juvenil y tampoco sus movimientos. Era rápido, intuitivo y sorprendía por su capacidad para moverse y buscarse espacios lejos del área. No tardaron en darle la alternativa y cuando lo hicieron ya nadie fue capaz de moverle de esa posición. A las pocas semanas la Federación Húngara organizó un partido de su selección juvenil contra Yugoslavia. El objetivo era que el seleccionador absoluto, Lajos Baroti, le pudiese ver de cerca. Marcó dos goles y unos meses después, para un partido ante Suecia a comienzos de 1959, recibió la primera convocatoria con la selección húngara.

Albert, en uno de sus primeros encuentros.

Albert, en uno de sus primeros encuentros.

Desde ese momento Florian Albert se transformó en la principal esperanza del país aunque él, siempre prudente, avisaba de que “Puskas solo habrá uno. Igual que aquel equipo”. Lo decía en voz baja, a quien debía y cuando debía. Nadie se atrevía a lanzar esas proclamas en público aunque fuesen una evidencia. Pero la joven y renovada selección húngara fue consiguiendo pequeños triunfos siempre de la mano de su delantero. Lograron la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Roma en 1960 y el tercer puesto en la Eurocopa de 1964. Por el camino ganó sus primeras dos Ligas con el Ferencvaros e hizo en Chile su estreno en el Mundial. En el país sudamericano alcanzaron los cuarto de final y él consiguió la Bota de Oro compartida con otros tres futbolistas gracias a sus cuatro goles. El mundo ya sabía quién era Florian Albert, el goleador que a veces disimulaba su condición y ocupaba la posición del creador de juego. Uno de los precursores del “falso 9” del que tanto se habla ahora. En su país le bautizaron como “el emperador”.

Poco después llegaron algunos de sus mejores momentos a nivel internacional. En 1965 logró con el Ferencvaros la Copa de Ferias en la que tuvieron que eliminar a la Roma, al Athletic de Bilbao, al Manchester United y en la final se impusieron a la Juventus por 1-0. Una barbaridad de torneo que hizo que a Florian Albert le comenzasen a llegar propuestas de algunos de los mejores equipos del continente. Pero nunca quiso problemas aunque tal vez su cabeza le estuviese pidiendo otra cosa. Se mantuvo siempre fiel a las “águilas verdes” del Ferencvaros y por supuesto a su país.

En el Mundial de Inglaterra llegó otro de sus grandes momentos. Fue en el decisivo encuentro ante Brasil en el que se jugaban el pase a los cuartos de final. No tenían otra solución que ganar y en Goodison Park, en el estadio del Everton, firmó posiblemente una de sus grandes tardes. No marcó, pero fabricó los tres goles de su equipo para darle a Hungría uno de esos triunfos que resuenan para siempre. La Unión Soviética cerró su camino con un apretado triunfo por 2-1, pero aquella tarde en Liverpool el estadio le despidió con una ovación memorable como reconocimiento a quien sin duda era uno de los grandes de su tiempo. Tal vez todo aquello resultó decisivo para los periodistas que un año después le concedieron el Balón de Oro.

Después de aquello siguió ganando para el Ferencvaros y en vísperas del Mundial de 1970 sufrió una fractura de tibia que le tuvo mucho tiempo alejado de los campos y cuando regresó entendió que algo se había quedado por el camino. Siguió jugando hasta 1974 y el día de su despedida sus compañeros le sacaron del campo a hombros mientras las gradas enloquecían. Había jugado 351 partidos con aquella camiseta y anotado más de 250 goles. Nadie les había dado más gloria que él. Poco después el club le puso su nombre al estadio aunque recientemente lo han cambiado por el de una aseguradora. Da igual. Los aficionados siguen llamando al estadio por el nombre de su ídolo eterno. Esta semana se cumplen diez años del ataque al corazón que se llevó a Florian Albert, el Balón de Oro que nadie imaginaba.

Albert, con la camiseta de Hungría en el tramo final de la carrera.

Albert, con la camiseta de Hungría en el tramo final de la carrera.

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