Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Historias Irrepetibles

Un grito de dolor en Menté

Ocaña se duele en el suelo tras la caída en Menté.

Se cumplen hoy cincuenta años de la dramática caída de Ocaña cuando iba camino de ganar su primer Tour y que puso fin de la peor manera a una semana de ciclismo apoteósico

Esta triste historia, ocurrida la lluviosa tarde del 12 de julio de 1971, comenzó a escribirse veinte años antes, el día en que la familia de Luis Ocaña decidió abandonar la deprimida Cuenca en busca de un lugar en el que ganarse la vida. El pequeño Luis sólo tenía seis años cuando sus padres le subieron a un autobús en dirección a Francia. La decisión resultaba dramática para la familia, que se aferró todo lo posible a la posibilidad de quedarse en su tierra hasta que no vieron otra salida para huir del hambre y la pobreza de aquella España gris que trataba de cerrar las heridas que había dejado la Guerra Civil. En el último momento, cuando atravesaban el Valle de Arán, decidieron darle una nueva oportunidad a España y se instalaron al pie del Portillón, el puerto que separa los dos países. Su padre trabajó de carpintero durante seis años, pero la vida apenas mejoraba. El clima, para añadir más inconvenientes, perjudicaba a Luis, el pequeño de la familia, que por una afección respiratoria necesitaba sol y buen tiempo. Y los Ocaña decidieron cruzar con todo el dolor de su corazón el Portillón, un episodio que quedó grabado a fuego en la memoria de la familia que abandonó España con el alma rota. Francia se convirtió entonces en su casa.

Veinte años después de aquel episodio Luis Ocaña se había convertido en el mejor ciclista español del momento, uno de los grandes del pelotón internacional. Era un corredor inconformista y valiente como pocos, dotado de una clase única y de una fortaleza mental que había fabricado en esos años de escasez y miseria que le endurecieron. En 1971 Eddy Merckx perseguía su tercer Tour de Francia consecutivo. Eran los años duros del belga, de su insoportable tiranía, de sus ataques salvajes, de las etapas enloquecidas desde el banderazo de salida…la dictadura más absoluta que ha existido en el ciclismo. Pero Ocaña, a sus veintiséis años, venía de ganar la Vuelta a España y estaba convencido de que podría por fin con él, que en la montaña derribaría su resistencia y que la clave estaba en no perder tiempo en esas transiciones por el llano en las que Merckx ponía a todo el equipo a tirar mientras los españoles se miraban y se decían en voz baja “este hijoputa nos va a matar”. Merckx sentía un respeto reverencial hacia Ocaña, pero trataba de disimularlo porque era de los que pensaba que un rey nunca puede mostrar sus debilidades ni sus temores, porque el día que lo hace empieza a perder la corona.

Luis Ocaña en el Tour de 1973

Ocaña marchaba igualado con el belga cuando el pelotón llegó a la undécima etapa que finalizaba en Orcières Merlette. Es día se puso de acuerdo con el equipo de José Manuel Fuente y comenzaron a reventar al pelotón bajo un calor asfixiante, las mejores condiciones en las que se movía Ocaña. “Españoles de mierda” solía gruñir Merckx cuando veía que el Kas o el Fagor le agitaban la carrera al empinarse la carretera. Aquel día no se cansó de repetirlo. Fue una jornada memorable, de las mejores que ha dado el Tour en toda su historia. El conquense se marchó con Fuente y Agostinho, pero luego se quedó solo en su cabalgada asombrosa hacia la meta. Setenta kilómetros con la gorra calada, desatado, sin volver la vista atrás ni hacer caso a los comentarios de su director que le pedía que regulase. “Si ahora le saco seis minutos, pronto serán siete” espetó a su coche en mitad de aquella locura. Su victoria de etapa es de las más grandes de la historia del Tour de Francia. Aventajó en más de ocho minutos a un desfondado Merckx y medio pelotón llegó fuera de control, lo que obligó a la dirección de carrera a repescarlos para evitar semejante masacre. Parecía que la historia del ciclismo cambiaba. El “caníbal”, el hombre que no dejaba ni las metas volantes para el resto de ciclistas, había sido aniquilado por primera vez en su carrera. L’Equipe fue elocuente en su titular: “El emperador, fusilado. El orgullo de Merckx estaba herido y eso significaba que los días siguientes habría tormenta. La situación dio pie a unas jornadas extraordinarias, únicas en la historia de la carrera. El “Ali-Foreman” del ciclismo llegaron a bautizarlo.

Al día siguiente del recital de Ocaña el Tour tenía jornada de descanso. Merckx mascullaba su venganza y sacó a entrenar a sus compañeros más de lo que se acostumbraba en una jornada así. La siguiente etapa llevaba al pelotón hasta Marsella tras 250 kilómetros de ligero descenso. Jornada tranquila pensaba la mayoría. En la línea de salida alguien observa que los compañeros de Merckx, huraños y silenciosos como pocos días, han puesto piñones de once dientes y esperan el banderazo ansiosos. Señal de que algo traman. Y tanto. Atacan en bloque desde la salida y se inicia una persecución que dura cinco horas y media. Toda la jornada el grupo de Merckx (con tres compañeros de equipo y algún avispado que se olió la tostada) y de Ocaña se mueven en ventajas entre uno y tres minutos. No hay un segundo de tregua. La carrera llegó ese día a Marsella con hora y media de adelanto. Ni la meta estaba preparada. No había azafatas ni políticos para dar los premios. El alcalde de Marsella, enfurecido, juró que el Tour no volvería nunca más a su ciudad. Mientras, en el seno del Bic de Ocaña respiraban tranquilos porque habían salvado el día pese a perder algo más de dos minutos.

A continuación se disputó una contrarreloj de Albi que ganó Merckx, pero en la que Ocaña había dado la cara hasta el punto de ceder unos pocos segundos. Otro día tenso porque el belga deslizó la sospecha de que el conquense se había aprovechado del rebufo de un coche de televisión, unas palabras que solo tensaron más la relación entre los dos grandes aspirantes a la victoria final.

El accidente sucedió cuatro días después de su portentoso recital camino de Orcières Merlette

El 12 de julio la carrera atravesaba los Pirineos en busca de Luchon. El recorrido incluía la ascensión al Portillón. Para Ocaña no era un día cualquiera. La herida de su salida de España seguía abierta y aquel puerto tenía un enorme valor simbólico para él. Quería ganar el Tour, pero por encima de todo quería atravesar el Portillón como un héroe y quitarse de encima el recuerdo del viaje que hizo con su familia veinte años atrás. Le esperaban centenares de españoles que habían ascendido solo para verle. Merckx, en medio de un día de viento y frío, no se guardó nada. Atacó una y mil veces. No desistía pese a que era incapaz de distanciar a su gran rival. En la subida a Mentè volvió a probar, pero Ocaña le siguió sin problemas, sobrado de piernas. El descenso se convierte en una locura porque justo en ese momento descarga una tormenta butal y un manto de agua cubre la carretera. El asfalto se llena de barro y hay que ser muy fino para manejar los frenos. Merckx, consciente de que los descensos son una de las grandes debilidades de Ocaña, aprieta y se marcha ligeramente con Fuente, Van Impe y Zoetemelk, pero Ocaña sigue tras ellos como un poseso hasta cogerles. Lo lógico era manejar la distancia, pero le puede el recuerdo del Portillón, el siguiente puerto en el recorrido, y el deseo de ganar con la autoridad del belga. Quiere ser tan grande como él. En ese descenso casi suicida Merckx es el primero en caerse. Unos metros después Ocaña se va al suelo en el mismo sitio. Consigue levantarse con rapidez, pero justo en ese momento Zoetemelk no puede frenar y lo embiste con violencia. El español cae insconsciente sobre la ladera donde le recogen las asistencias. Cuando despierta grita de dolor. No tiene nada roto, sino fortísimas contusiones en el pecho, pero las asistencias temen por él y deciden evacuarlo. Sus quejidos trascienden lo físico porque nunca verá cumplido su sueño de atravesar el Portillón vestido de amarillo. Los aficionados no se pueden creer lo que dice la radio y cuando llega Merckx a la cima algunos le insultan y escupen. El belga acababa de sentenciar su tercera victoria en la ronda francesa, pero no sentía aquel triunfo. Al día siguiente se negó a salir vestido de amarillo y la organización hizo la vista gorda: “Será una victoria manchada para siempre” proclama. Un periodista se acerca a él para decirle “acabas que ganar la carrera” a lo que él, cargado de rabia, contesta: “Es al contrario. Acabo de perderlo”.

Ocaña se duele en el suelo tras la caída en Menté.

Dos años después, sin Merckx en escena por culpa de una lesión, Ocaña cumpliría su ilusión de ganar el Tour, pero ese triunfo no le arrebatará nunca el doloroso recuerdo de 1971 y el no haber podido ganar en un cara a cara a Merckx. Su carrera, como su vida, fue más recordada por las caídas que por sus victorias. En 1994, en medio de una terrible depresión a causa de la enfermedad que sufría, se mató de un disparo en su casa en Francia. La había llamado “Orcières Merlette” para no olvidar nunca el día más feliz de su carrera.

Compartir el artículo

stats