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Un viaje extraordinario

Adiós al mejor atleta gallego de la historia

Alejandro Gómez, ya bien sobrepasados los cuarenta, entró por la puerta del gimnasio de Suso Lence y se montó en la elíptica. Se había retirado del atletismo de élite años atrás. Sufría problemas de tiroides, a raíz de un accidente automovilístico, y aún estaban ajustándole la medicación. Flirteaba, sin embargo, con la idea de volver a competir. Aquel día empezó a agitar las palancas y rodillos del aparato con la misma intensidad implacable que cuando se enganchaba al ritmo de los africanos casi dos décadas atrás, en las correderas embarradas del norte. Una dinamo humana, más meticulosa que furiosa; de hecho, se le notaba sereno, con la mirada perdida, ensumido en sus pensamientos, aunque sus piernas amenazasen con generar un torbellino a su alrededor. “Me pareció impresionante”, recuerda David Gómez, el decatleta olímpico a quien también preparaba Lence. Para Alejandro, el caos del mundo se ordenaba cuando galopaba, incluso sin moverse del sitio. Se bajó una hora después, sin asomo de cansancio. Por esas elípticas han pasado desde entonces los fondistas más prometedores del Celta; chiquillos en plenitud. Ninguno se ha acercado al registro fijado por él.

Icono de una época, africano de piel blanca, dinamo humana, el vigués mezcló glorias y desgracias en su maravillosa trayectoria

En la grandeza de Alejandro Gómez, como se exige a los mitos, se combinan lo que hizo y lo que pudo haber hecho, la realidad y el ensueño, la gloria y la miseria. Su condición de mejor atleta gallego de la historia, además de opinión generalizada, se sustenta sobre la frialdad matemática de las tablas de equivalencias de la IAAF. Lo determinan sus 2.07.54 en el maratón de Rotterdam de 1997, que ni Fiz ni Antón pudieron sobrepasar.

Alejandro Gómez ha sido el único atleta gallego, junto a Carlos Pérez, que ha disputado tres Juegos Olímpicos. Los suyos: Seúl, Barcelona y Atlanta. Quedó noveno en el 10.000 del Mundial de 1991; quinto y sexto en el maratón en los Europeos de 1998 y 2002. Conquistó dos títulos de España de campo a través (1989, 1995), cinco de 10.000 metros (1989, 1991, 1993, 1995, 1996) y dos de medio maratón (1992, 2003). Fue sexto en el Mundial de cross de 1989.

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El currículo refleja con precisión su polivalencia, tanto en distancias como en terrenos. Pero no explica totalmente su trascendencia icónica. Alejandro Gómez ejerció de imagen de una generación dorada, la que al fin pudo sostenerle la mirada a la de Carlos Pérez y Álvarez Salgado. Junto a él, Carlos Adán, Carlos de la Torre o José Ramón Rey. Mientras, en mujeres descollaban Julia Vaquero y Estela Estévez. Adán recuerda aquellos tiempos adolescentes en que compartía con Alejandro los entrenamientos dirigidos por Julio Rodríguez. “Él estaba un peldaño por encima de todos”, confiesa.

Julio Rodríguez es la figura indispensable en el relato de Alejandro Gómez; una sociedad paternofilial productiva, desde el inicio a casi el final de la trayectoria del Galgo de Zamáns. Aunque se enemistasen por asuntos personales que afectaron a la visión restrospectiva de su relación. “Alejandro se acomodó”, escribiría Julio Rodríguez en un foro. “El fondo mío no se tocó”, le reprochaba el atleta.

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Adiós al mejor atleta gallego de la historia

Poco importa ahora. Julio Rodríguez ha seguido la enfermedad de su antiguo pupilo transido de dolor. Alejandro, hace algunos años, aceptaba: “Tampoco quiero echarle la culpa. No puedes enfadarte con el pasado”. De refilón, sin embargo, se toca esa otra parte de la historia de Alejandro, que es la de las desgracias que impidieron lucir aún más al único que era capaz de plantar cara a etíopes y keniatas; ese africano de piel blanca y acento gallego, el embalse de Zamáns como el valle del Rift, que era ídolo entre los entendidos aficionados de Euskadi.

Otros aficionados, sus paisanos de Vigo, lo disfrutaron cuando los sobrepasaba por los caminos de Castrelos, erizándoles la piel como el viento del norte. En el parque vivió precisamente algunas de su peripecias: aquel perro que lo mordió o aquella camioneta municipal que lo golpeó marcha atrás y que le había estropeado, afirmaba, la preparación de los que hubieran sido sus cuartos Juegos Olímpicos en Sidney.

Otros contratiempos le ocurrieron en liza. En el cross de Haro los jueces se confundieron y le hicieron dar una vuelta más cuando lideraba la carrera, mientras metían al segundo en meta. En Azpeitia levantó los brazos celebrando la victoria, pero la meta estaba mal señalada y su perseguidor lo adelantó. En el maratón de Londres, con tiempos de récord de Europa, lo tiraron a falta de tres kilómetros. Se le suman los flatos, los codazos, las zancadillas o aquel apendicitis que lo dejó baldado justo antes de un Mundial al que acudía en su apogeo.

“En algún momento pensaba que la suerte vendría de mi lado, pero no quería venir. Se me agotó”, compendiaba, aunque sin amargarse. “El deporte es así. Si no lo aceptase, tendría que hacerme el harakiri”.

Alejandro Gómez, como cualquiera, mezcló generosidades y egoísmos y se equivocó a veces en la planificación de su carrera, exprimiéndose por encima de lo que hoy se aconsejaría; un mal común en la época. Tuvo sus asperezas y sus dramas. Ninguno como ver morir en sus brazos a Diego García durante un entrenamiento en 2001. A su hijo le puso Diego precisamente en honor a su amigo. Vivir alejado de Diego, tras el divorcio de su primera mujer, le partía el alma. Rechazó una oferta para integrarse en el staff técnico del Málaga como preparador físico para no alejarse tanto de Oviedo, donde residía entonces el pequeño.

Porque el fútbol era otra de sus pasiones, igual que los perros. Y como elemento común en cualquier actividad, adoraba competir. Lo demostró en el canicross, donde también alcanzó la excelencia. Lo explicaba al justificar por qué no participaba en carreras populares: “Soy muy exigente. Hacer las cosas a medias no entra en mis planes”.

Alejandro Gómez ha escrito un colofón que agiganta su leyenda. Enfrentado a la certeza de su final, se ha comportado con entereza y la misma determinación que aquel día en la elíptica. Se subió y se ha bajado de la vida fiel a sí mismo. A veces explicaba por qué no había querido nunca mudarse. “Mis orígenes están aquí. Estoy cansado de viajar”. Desde hoy reposa en la tierra de Zamáns. Su extraordinario viaje ha concluido.

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