El día que Antonio Veiga nos llevó al corazón de la tierra yo tenía trece años, vestía un mono blanco de pintor que no recuerdo por qué no era azul como el resto de mis compañeros de aventura.

Veinticinco años antes, en 1954, Antonio y Chito Veiga habían llegado hasta los prados de Mondoñedo para levantar el campamento base al más puro estilo de las expediciones al Himalaya.

Desde allí partieron a pie transportando el equipo en mulas hasta la aldea de Supena. Habían sido los pioneros en explorar la cueva del "Rei Cintolo", la más larga de Galicia. Todo quedó meticulosamente detallado: el número de latas de sardina, las hogazas de pan, los kilos de leche en polvo, los kilómetros de cable telefónico, escaleras y cuerdas de cáñamo que precisaron para la exploración, carretes fotográficos, la tintura para descubrir el resurgir del rio en el exterior de la cueva y el material necesario para levantar los mapas topográficos de todo un sistema de túneles que se prolongaban bajo tierra, a varios niveles, con una extensión de unos seis kilómetros.

Unos días antes de que un grupo de adolescentes siguiéramos a Antonio hacia la oscuridad de aquellos túneles, mi padre nos había enviado a mi hermano José y a mí a comprar las piezas que serían necesarias para la manufactura de una lámpara de gas: un platillo refractante, dos metros de tubo flexible, un encendedor de chispa, boquillas, un casco de obrero y dos kilos de piedras de carburo que pedimos que nos envolvieran bien para disimular el olor, ya que íbamos a regresar a casa en autobús.

Esa misma tarde, mi padre cortó, ensambló y condujo la goma alrededor del casco. Llenamos el carburero de piedras y de agua. Cuando estuvo terminado giró la llave del carburero. El agua del compartimento superior comenzó a gotear sobre las piedras de carburo que se fueron transformando en gas, el gas subió por la manguera transparente hasta la boca de salida situada en el frente del casco y un olor a limones podres inundó la sala de estar. Entonces giró el mecanismo de hacer chispa y tras varios intentos fallidos se encendió la llama frente al platillo refractario. Era magia, pura alquimia, el pasado, viajar a un mundo desaparecido. La llama dorada chisporroteaba mientras un ruido de maquinaria infernal lo invadía todo, hasta su recuerdo evocado cuarenta y tres años después.

Unas horas antes de adentrarnos en la cueva del Rei Cintolo, todavía en mi saco de dormir, tendida sobre la hierba seca de un pajar de Supena, me había despertado el frio de la media noche, los ojos de un gato curioseaban en la puerta como la punta de dos cigarros en la oscuridad. Apestaba a carburo, a paja y a bestialidad de los animales próximos en su cuadra.

Era aún noche cerrada cuando caminamos siguiendo a Antonio a través del bosque de robles y castaños cuajados en la blanca polvareda de la vía láctea.

En contraste, la oscuridad de la cueva era sólida, con la que te ibas a chocar cuando el frontal se apagaba, lo que ocurría a menudo, bien porque le caía una gota del techo, bien porque estabas reptando por estrechísimas gateras y el agua no alcanzaba a llegar al carburo, bien porque faltaba aire en los túneles, o porque en alguna ocasión habíamos decidido sentarnos, dejar de reír y de hablar y apagar los carbureros para escuchar el silencio. El silencio por primera vez en nuestras vidas.

Hubo un momento en el que los hombros de Antonio se atascaron en una estrecha gatera mientras reptábamos por el suelo y, detrás de él, todos nos habíamos quedado inmovilizados durante un buen rato, sin poder continuar ni hacia adelante ni hacia atrás y la noticia de aquel atasco había corrido de boca en boca, desde el primero al último: "¿Qué ocurre, por qué no avanzamos?" "Antonio, que se quedó atorado" y venga risas.

Allí dentro donde el aire era denso, la oscuridad se podía cortar con la misma resistencia que a un lingote de barro y el silencio tenía la misma aleación con la que estaba hecha la oscuridad. En la cerrazón absoluta de la cueva podías escuchar mejor las gotas que caían de las estalactitas a la tierra o sobre los charcos transparentes "gung, tic, tic, toc". Había lugares en los que una sola gota bastaba. En otros llovía tanto que parecíamos ratones sueltos en un desván.

El túnel principal se acabó cuando ya llevábamos varios kilómetros de recorrido, entonces nuestros frontales iluminaron sin querer la segunda maravilla del mundo que, hasta entonces, había visto en mi vida, porque la primera había sido descubrir los campos bajo la escarcha de la mañana. Una enorme cascada de carbonato cálcico cerraba la cueva, millones de joyas chisporroteando al resplandor de los carbureros, el tiempo coagulado en la pared, la paciencia paralela de los diamantes. Me sentí en Ali Babá y los cuarenta ladrones. Teníamos un tesoro.

Al atardecer de aquel mismo día, Antonio Veiga nos inmortalizaría en una fotografía,en blanco y negro, que ya parecía extemporánea antes de ser revelada, llenos de barro, los ojos enrojecidos de tanta oscuridad, cansados. Su vieja Leica nos retrataba para la memoria del club y de paso la nuestra.

Todavía hoy, cuando contemplo esa imagen en papel, me embarga una sensación de humedad templada, de aire retenido, de tacto limoso en las yemas de los dedos y de que un hilo de agua que me baja por el costado del mono desde el carburero y me oigo pensar: ¿y ahora que hago yo con todo lo vivido ahí dentro?

Acababa de aprender una de las lecciones más importantes de mi vida como alpinista: una expedición, un viaje, una aventura no es solo una cuestión de kilómetros recorridos, ni de altitud alcanzada, sino de profundidad, de la profundidad a la que eres capaz de transcender en tu aventura.

Antonio Veiga, nos llevaste a la inmensidad de las cosas pequeñas, por eso a tus montañas súmales las nuestras, las de los que te seguimos cuando éramos niños.

Para siempre te quedas, querido profesor, montañero, amigo.